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¿Por qué se dice que los vinos viejos son los mejores?

Un mito, o una creencia que trasciende a lo largo de la historia del buen beber.

En el mundo del vino el no va más es beber una botella añosa. Se diría que cuanto más vieja, mejor. Sin embargo, beber vinos envejecidos puede ser una gran decepción: hay botellas que sólo pasaron tiempo en la botella, otros que se desvanecen en el corto tiempo, mientras que unos pocos crecen y perfilan sabores diferentes.

En el imaginario popular, no obstante, un vino viejo es siempre un mejor vino. En esa idea hay algo sospechoso. ¿Cómo o por qué los vinos viejos son o se presumen de ser mejores? Algunas intuiciones sobre este asunto.

Sabiduría del tiempo

La primera intuición tiene que ver con un sesgo cultural. Mientras que las sociedades contemporáneas endiosan la juventud como un momento vital y de energía, ponderan la senectud como un momento de reposo y remanso de sabiduría. Como no todos llegaremos a viejos, los que lo hacen se transforman en general en depositarios de sabiduría por la acumulación de experiencia. La misma analogía corre para el vino.

Pero como todo el mundo sabe, llegar a viejo no necesariamente es haber adquirido la sabiduría para la vida. Eso está largamente probado, de modo que, así como hay viejos chotos, también hay vinos chatos (o es al revés). Ojo, no hace falta llegar a viejo ni guardar una botella para sacar esas conclusiones de tantas otras circunstancias.

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Para beber vinos añosos hay que estar a la altura de las circunstancias. Foto: Pexels.

Para beber vinos añosos hay que estar a la altura de las circunstancias. Foto: Pexels.

La invención de la botella

Todo cambió cuando se inventó la botella. Pero más aún cuando se inventó el corcho. Hasta ese momento, el vino era un producto de elaboración y consumo en el año. A lo sumo en dos años. Pero desde que se puede embotellar y conservar un vino –desde el mediados del siglo XVIII– el envejecimiento en botella generó una elite de vinos que llegan a viejos y unos menos aún que llegan a grandes. De ahí parte del prestigio ganado.

Para eso tienen que suceder dos cosas. Una, que nadie se beba todas las botellas jóvenes (cosa por demás difícil en ciertos ámbitos y con ciertas botellas). Dos, que esas botellas que se salvaron estén bien guardadas: a temperatura más o menos constante, en la oscuridad y con los tapones mojados por el vino. Así y todo, en las botellas añosas, digamos de unos 30 años, se suelen cambiar los tapones para garantizar el viaje en el tiempo.

Capacidad de guarda

En el vino se habla de la capacidad de guarda de las botellas como una apuesta segura o insegura. Cuando se supone que son apuestas seguras, se suele pedir un precio mayor, porque tienen “potencial de guarda”. Pero se sabe: los mercados a futuros son un arte que hay que saber cultivar. Lo mejor para no clavarse es comprar vinos ya viejos, aunque se los pague caros, que comprarlos hoy para envejecer y beber mañana.

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En las botellas añosas, digamos de unos 30 años, se suelen cambiar los tapones para garantizar el viaje en el tiempo. Foto: Pexels.

En las botellas añosas, digamos de unos 30 años, se suelen cambiar los tapones para garantizar el viaje en el tiempo. Foto: Pexels.

Exclusividad

Todos esos cuidados que van desde el atesoramiento a la conservación y el recambio de tapones, hace que escaseen las buenas botellas viejas. Y en ese halo de misterio y exclusividad es donde se acumula el principal atractivo. Poseer, beber y conservar esos tesoros los convierte en valiosas piezas. De ahí que en general se considere que los vinos viejos son mejores. Aunque en rigor son exclusivos. De ahí a la valoración positiva, sólo media el deseo y la demanda.

Pero el criterio de exclusividad, que refrenda esa tesis, también puede encerrar un fiasco: he bebido botellas que, de tan ajerezadas o perdidas de sabor, uno se pregunta para qué haberlas guardado tanto tiempo. Abrirlas, sin embargo, es un gesta de las expectativas: requiere un tipo de sacacorchos (el llamado a-so en forma de la letra griega π) y una ceremonia realizada por manos diestras. En ese dispositivo, también se refrenda la idea de distinción. Y se refuerza el valor percibido.

El otro sabor

¿Y si el sabor del vino es malo? ¿Si sabe a moho o encierro? En general nadie dirá al abrir una botella añosa que es un fiasco por la sencilla razón de que no puede defraudarse. Pero sucede más a menudo de lo que uno imagina. Es como el chiste ese sobre el no hablar mal del caballo, pero esa es otra reflexión.

Ahora bien, cuando el milagro se cumplió y el vino ha envejecido bien, lo que sucede es una magia difícil de describir: aparecen sabores desconocidos, nuevos y llenos de vitalidad, que reflejan flores y frutas secas, que describen el paso del tiempo como una transformación superadora, donde la textura es de seda y la agilidad del paladar rara vez se halla en las botellas jóvenes. Es ahí cuando aplica la idea de que el vino viejo es mejor. Aunque en rigor de verdad habría que decir que el vino viejo es único.

Porque eso es algo que también se aprende al beber vinos añosos. Hay botellas y botellas. Las buenas son la gloria y las malas… son solo eso, malas botellas. De manera que para beber vinos añosos hay que estar a la altura de las circunstancias: como sucede con los sabios (para seguir la primera idea), también hay que estar dispuestos a la decepción para encontrar el verdadero gusto de las cosas.

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