La condena a Cristina Fernández y el desafío de volver a creer en la Justicia
La sentencia contra Cristina Fernández marca un hito en la historia institucional argentina. Pero llega en un momento en que el Poder Judicial enfrenta su propia crisis de legitimidad.
Cristina Fernández de Kirchner finalmente quedó presa. Lo que parecía una posibilidad remota durante años de fueros, poder y narrativa hegemónica, finalmente ocurrió. Pero lejos de cerrar una etapa, su condena abrió una grieta aún más profunda en el alma democrática de la Argentina. La pregunta que desgarra a la sociedad no es solo si la expresidente es culpable, sino si el Poder Judicial que la condenó tiene la legitimidad para hacerlo. ¿Puede una Justicia atravesada por la desconfianza social, por denuncias de parcialidad, con tiempos y tratamientos dispares, sentenciar a una de las líderes políticas más relevantes del país sin sembrar más sospechas que certezas?
Este interrogante es el núcleo de una crisis institucional más amplia. Porque una República —como lo enseñan la teoría política, la historia constitucional y la propia experiencia argentina— se sostiene sobre tres pilares: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Y de estos tres, el Poder Judicial es el que menos control democrático directo recibe, pero el que más necesita de su autoridad moral. Sin confianza pública en sus decisiones, sin percepción de imparcialidad, sin coherencia procesal, la Justicia deja de ser pilar y se convierte en herramienta.
La condena a Cristina Fernández de Kirchner por corrupción representa sin duda un hito. Se trata de una expresidente dos veces electa, actual referente de un amplio sector del electorado y figura histórica del movimiento peronista del siglo XXI. La investigación y posterior sentencia llevaron más de una década. La Justicia demostró —al menos desde el punto de vista jurídico— que existió una matriz de corrupción en la adjudicación de obra pública durante su mandato, que hubo beneficios personales, conflictos de interés y un uso privado del aparato estatal para su enriquecimiento personal. Nada que objetar.
Pero esta condena no ocurre en un vacío institucional ni en una república platónica. Ocurre en Argentina. Ocurre hoy. En un contexto donde los tiempos judiciales parecen correr a velocidades distintas según el apellido del imputado. Donde hay causas que duermen el sueño eterno de los expedientes y otras que corren como liebres en las praderas. Donde la lógica judicial parece empujar más por conveniencia política que por el principio de igualdad ante la ley. Hay decenas de ejemplos que demuestran lo mencionado.
Quienes defienden a Cristina, o al menos cuestionan la legitimidad de su condena, no niegan de plano los hechos, sino que plantean un argumento incómodo pero necesario: si otros actores del poder, como Mauricio Macri o incluso el presidente Javier Milei, están también bajo sospecha —por espionaje ilegal, enriquecimiento ilícito, tráfico de influencias o malversación de fondos públicos—, ¿Por qué no enfrentan las mismas consecuencias judiciales con igual celeridad?
Esta pregunta no busca absolver a Cristina de sus delitos, sino señalar la posible existencia de una doble vara que mina la credibilidad del sistema judicial. Y en esta línea, la frase que muchos opositores repiten —“a mí me condenan, pero a los demás no”— es utilizada como defensa política más que jurídica. Desde una lógica estrictamente judicial, el hecho de que otros delincuentes estén libres no exculpa a quien fue encontrado culpable. Pero desde una lógica republicana, esa disparidad sí exige explicaciones. Y es así que una parte de la sociedad las pide.
Andrés Malamud, politólogo argentino de gran prestigio, sintetizó en días recientes: “Tres presidentes; Yrigoyen, Perón y Frondizi fueron presos porque la dictadura no le gustaba la democracia. Menem y Cristina son presidentes democráticos encarcelados por la democracia, por las reglas que se dictan en democracia y que se aplican en democracia. Nos puede gustar o no la regla, nos puede gustar o no la aplicación. Pero si no nos gusta la regla hay que cambiarla. El Kirchnerismo gobernó mucho tiempo y pudo haber cambiado la regla, o cambiado los jueces democráticamente, constitucionalmente. Esto prueba...que, en aplicación a las reglas, los que robaron van presos. Estamos en democracia para bien y para mal”.
Este planteo es válido. El kirchnerismo tuvo el poder —y el tiempo— para reformar el sistema judicial. No lo hizo. No se animó o no quiso. En parte porque creyó que podía manejarlo, en parte porque subestimó su potencial retaliación. La regla estaba, el proceso fue legal, y la condena se dictó. Desde ese punto de vista, el sistema funcionó. Pero si el mismo sistema es ciego a otros casos igual de sospechosos, entonces el problema ya no es solo la regla, sino su aplicación asimétrica.
El desafío de fondo, entonces, es más profundo: ¿Qué tipo de Justicia queremos en nuestra República? Una Justicia republicana debe ser independiente, equitativa, eficiente y transparente. No puede ser utilizada como herramienta de persecución ni como escudo protector. No puede dormir expedientes cuando afectan al poder de turno, ni acelerar causas por presión mediática o clima social. Debe aplicar la ley sin distinción de nombres, cargos o popularidad.
La Justicia que encarcela a Cristina Fernández de Kirchner y no investiga con el mismo rigor, por ejemplo, a Mauricio Macri o a Javier Milei no es justa: es selectiva. Y la selectividad no es un rasgo técnico; es un síntoma de enfermedad institucional.
La sociedad argentina está fragmentada, por la condena a Cristina Fernández de Kirchner, y por la falta de confianza de un sistema imparcial. Un sector la defiende con fervor, minimizando o negando las pruebas en su contra. Otro celebra su condena como una prueba de que la Justicia puede llegar. Pero ambos sectores convergen en un punto: la percepción de que el sistema judicial está en crisis. No hay República sólida con una Justicia débil. No hay democracia plena con un Poder Judicial temido, cuestionado o manipulado. Y, lo que es peor, no hay convivencia social posible si la ley se aplica según la camiseta política.
La comparación que algunos hacen —que si tres personas roban un comercio y solo una va presa, la Justicia debe actuar contra las otras dos también, no liberar a la detenida— es clara. Pero incluso esa analogía deja ver el problema de fondo: la Justicia no solo debe actuar, debe actuar a tiempo y para todos. La impunidad selectiva, como la condena solitaria, son formas diferentes de la misma injusticia.
Cristina Fernández de Kirchner está presa. Está claro que la mayoría de las acusaciones sobre corrupción fueron probadas. Su millonario patrimonio no tiene respuesta para una ciudadana que solo fue empleada pública en la mayor parte de su vida profesional. Pero la pregunta que también debemos hacernos no es solo si su condena es justa —que claramente lo es desde lo jurídico—, sino si su condena es parte de un sistema que hace justicia, o si es apenas un caso aislado en un mar de impunidad estructural.
La respuesta a esa pregunta marcará el rumbo de nuestra República. Porque si de esta crisis institucional salimos con una Justicia más equilibrada, más creíble y más igualitaria, entonces su condena habrá servido para algo más que la catarsis política. Habrá servido para refundar uno de los pilares más erosionados del sistema democrático argentino. En definitiva, el Poder Judicial está a las puertas de una importante oportunidad de cambio.
Pero si no modificamos nada, si no se avanza con igual firmeza contra todos los corruptos, si la Justicia sigue dictando sentencia al ritmo del poder y no de la ley, entonces no estaremos ante un triunfo de la democracia, sino ante una nueva forma de declive institucional. Un país donde la República es solo una palabra y la Justicia, un arma más del conflicto político.
Una misma cara frente al periodismo crítico
En los poco más de 18 meses de gestión de Javier Milei como presidente de la Nación, algo quedó en evidencia para quienes observan con atención el clima político: La Libertad Avanza (LLA) y el Kirchnerismo comparten más similitudes de las que sus discursos antagónicos admiten. Uno de esos puntos en común es, sin duda, la forma en que ambos espacios políticos hostigan y atacan al periodismo crítico, convirtiendo la libertad de prensa en un campo de batalla simbólica y concreta.
Las diferencias ideológicas entre ambos espacios son marcadas, y sin embargo, la intolerancia hacia la prensa que no responde a sus intereses es compartida y sistemática. En sus años de poder, el Kirchnerismo desarrolló una retórica de confrontación con los medios, en particular con los grandes grupos de comunicación, a los que acusó de operar como “partido opositor”. Esa lógica, lejos de quedar en el pasado, fue reivindicada recientemente por la propia Cristina Fernández de Kirchner desde el balcón de San José 1111. En un discurso plagado de mensajes cifrados, afirmó que Milei “en algunas cosas tiene razón”, al coincidir en que “hay mucho periodista ensobrado”, desacreditando el trabajo de la prensa sin ofrecer más argumento que la sospecha.
El actual presidente, por su parte, consolidó su figura pública alimentándose del conflicto. Desde la campaña y a lo largo de su mandato, descalificó periodistas, los acusó de mentir, de ser operadores, de estar comprados o de formar parte de un sistema corrupto, sin distinguir entre crítica y difamación. Lo hace desde el lugar de mayor poder en la República, una posición que vuelve esas agresiones más graves y peligrosas. Porque no se trata solo de palabras: se trata de instalar una lógica persecutoria que deslegitima cualquier voz disidente.
La reciente agresión sufrida por el Grupo Clarín esta semana —cuando un grupo de vándalos, encabezados por exfuncionarios identificados con La Cámpora, ingresó y destrozó las instalaciones— y las pintadas en la pared de las oficinas de Radio Rivadavia, marcan un nuevo punto de inflexión en esta escalada de violencia contra la prensa. Son hechos gravísimos, que nos retrotraen a los momentos más oscuros de nuestra historia política, donde los disensos se resolvían por la fuerza, y no por el debate democrático. Lo que agrava aún más estos episodios es el silencio atronador de las dirigencias políticas. Ni el Kirchnerismo —cuyos militantes y referentes están directamente vinculados con los hechos— ni el oficialismo libertario —que no pierde oportunidad para apuntar contra los medios— emitieron un repudio claro, institucional y contundente. Es un silencio que no es ingenuo: es cómplice.
Ambos espacios, aunque se acusan mutuamente de destruir la República, coinciden en una práctica autoritaria: señalar, desprestigiar y erosionar la libertad de prensa cuando esta los incomoda. Y lo hacen sabiendo que la relación entre el Estado y un periodista nunca es horizontal. El poder del aparato estatal frente a una voz crítica es inmensamente desproporcionado. Por eso, cada ataque desde el poder no es solo una disputa de narrativa: es una amenaza directa a uno de los pilares esenciales de cualquier democracia.
El problema no es solo que insulten o estigmaticen a periodistas. El problema es que ese discurso agresivo va calando en la sociedad, legitimando actos violentos, justificados bajo el manto del odio político o el resentimiento ideológico. Y cuando la violencia simbólica no se condena, se transforma en violencia real. La libertad de prensa no se mide solo en cuántos medios existen o en si se puede publicar sin censura previa. Se mide en la posibilidad de ejercer el periodismo sin miedo, sin persecución, sin hostigamiento desde el poder. Cuando eso no ocurre —cuando un periodista se autocensura para no ser blanco de agresiones, cuando una redacción se silencia por temor a represalias, cuando un presidente o un expresidente llaman “ensobrados” o “sicarios” a quienes informan— la democracia comienza a erosionarse desde dentro.
Hoy, el desafío no es solo denunciar estas prácticas. Es advertir que el deterioro de la libertad de expresión no viene solo. Viene de la mano del autoritarismo, la intolerancia y la violencia. Kirchnerismo y libertarios creen estar en veredas opuestas, pero en su relación con la prensa, caminan peligrosamente por el mismo camino.
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