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¿Un país para pocos?: el mercado manda, la sociedad espera

El economista Ricardo Arriazu dio definiciones claves para el país que se viene. El Garrahan, una pelea que no le conviene al Gobierno.

En un país atravesado por ciclos económicos erráticos, promesas incumplidas y reformas a medio camino, el economista Ricardo Arriazu lanzó una advertencia tan sutil como poderosa en un evento organizado por el Banco de Valores. Mientras compartía panel con el secretario pyme, Marcos Ayerra, y el presidente de BYMA, Claudio Zuchovicki, el mensaje de Arriazu pasó desapercibido para la mayoría, aunque contiene en sí mismo una de las claves más profundas del proceso de transformación que impulsa el Gobierno de Javier Milei: crecer también puede doler, y mucho.

Sus palabras, aparentemente contradictorias, se entienden mejor cuando se las examina desde la complejidad del fenómeno que anticipa. “Si hacemos todo bien, las exportaciones se van a duplicar y Argentina se va a volver un país caro. Y al ser un país caro, va a haber destrucción y creación. Y la destrucción es mucho más rápida que la creación”, sostuvo el economista. Es, en definitiva, una síntesis cruda pero lúcida del fenómeno conocido como “enfermedad holandesa”: cuando la abundancia de divisas, especialmente por un boom exportador, revaloriza la moneda local y encarece al país, lo que erosiona la competitividad de la mayor parte de los sectores de la economía.

Arriazu sugiere una medicina preventiva: realizar estudios de equilibrio general que permitan anticipar los cuellos de botella que aparecerán en el camino de la transformación económica, y así evitar “bolsones de pobreza y de descontento social”. No se trata de una visión apocalíptica ni derrotista, sino de una advertencia técnica que busca integrar la economía con sus dimensiones políticas y sociales. Porque, como él mismo señala, es imposible separar estos tres planos si lo que se pretende es una transformación duradera.

El Gobierno de Javier Milei no desconoce este riesgo. Desde el entorno del ministro de Economía, Luis Caputo, reconocen que el escenario planteado por Arriazu es plausible, pero aseguran que están tomando medidas para contrarrestarlo. “Vamos a profundizar las reformas estructurales, bajar impuestos y desregular la economía de modo que eso no ocurra”, señaló una fuente oficial.

Sin embargo, el interrogante persiste: ¿serán suficientes esas reformas para evitar que grandes segmentos de la economía nacional, especialmente las economías regionales, industria y el agro, pierdan su histórica ventaja competitiva?

El riesgo es real. En un escenario de fuerte aumento de exportaciones —algunas consultoras proyectan un salto hasta los 300.000 millones de dólares anuales, desde los actuales 80.000—, el tipo de cambio real tendería a apreciarse. Esto generaría un fuerte shock en los sectores que dependen de un dólar competitivo para subsistir. Ya no se trataría solo de industrias ineficientes o subsidiadas. Incluso sectores tradicionalmente competitivos, como el agroindustrial, podrían verse en jaque.

La transición no será corta. Según distintos analistas económicos, el proceso podría demorar al menos tres años. Es un lapso en el que muchas empresas no podrán sostenerse, y muchas personas perderán su empleo antes de que surjan nuevas oportunidades. Por eso, la frase de Arriazu cobra una relevancia casi profética: “La destrucción es mucho más rápida que la creación”.

En esta lógica, el nuevo paradigma que impulsa el oficialismo no contempla redes de contención sectoriales. “Argentina debe producir donde es verdaderamente competitivo. No hay lugar para sostener más subsidios sectoriales en este Gobierno”, indicó la fuente oficial. Y lo hizo con un ejemplo doloroso pero esclarecedor: la fruticultura. “¿Cómo puede ser que una actividad que crece en Chile y Perú retroceda en Argentina?”.

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La fruticultura regional debe tener en cuenta los conceptos mencionados por el economista.

La fruticultura regional debe tener en cuenta los conceptos mencionados por el economista.

El mensaje es claro: el Estado no salvará a los sectores que no puedan sostenerse por sí mismos en un entorno desregulado y de competencia global. La vara será estrictamente la eficiencia. Las empresas que no estén a la altura desaparecerán o serán compradas por quienes puedan reconvertirlas.

Esto configura un cambio profundo —quizás el más importante en décadas— en la lógica del desarrollo económico argentino. Se abandona la idea de que el Estado debe proteger a todos los sectores por igual, sin importar su productividad, y se adopta la lógica del darwinismo económico. El que no se adapta, queda fuera.

Pero la velocidad del ajuste importa. Porque si bien en el largo plazo una economía más eficiente y orientada a las exportaciones puede generar prosperidad, en el corto y mediano plazo puede generar desempleo, cierres masivos de empresas, pobreza y conflictividad social. Aquí es donde la política debe cumplir un rol esencial: contener, amortiguar, planificar. No alcanza con dejar actuar al mercado.

Esto último es lo que Arriazu sugiere con su llamado a estudios de equilibrio general: comprender que el camino a la prosperidad requiere de un diseño inteligente, que evite la creación de nuevas desigualdades mientras se corrigen las viejas.

En ese contexto, es vital que el Gobierno no pierda de vista el impacto humano de su programa económico. La transición hacia una economía competitiva no puede transformarse en una máquina de exclusión. La apuesta por la eficiencia no debe estar reñida con la sensibilidad social. A fin de cuentas, las reformas que no logren sostenerse en el tiempo por falta de legitimidad o de contención social terminarán desandadas, como tantas veces ocurrió en el país.

No se trata de volver al proteccionismo decadente ni de frenar las reformas necesarias. Se trata de entender que una economía moderna también debe tener herramientas modernas de inclusión. Y que, en esa tarea, el Estado no puede desentenderse completamente del destino de millones de trabajadores y pymes que podrían quedar atrapados en el medio de la transformación.

La advertencia de Arriazu no debe ser ignorada. No porque niegue el rumbo, sino precisamente porque lo comprende. Nos dice que crecer es necesario, pero que ese crecimiento puede doler si no se lo gestiona con inteligencia, planificación y sensibilidad. La destrucción creativa es parte de cualquier sistema económico dinámico. Pero si solo dejamos que actúe la parte destructiva, lo que se crea después puede no alcanzar para reconstruir lo perdido. Y en ese vacío, como tantas veces en nuestra historia, puede nacer la frustración, la desconfianza y el retroceso.

La pregunta no es si Argentina debe transformarse. La pregunta es cómo hacerlo sin dejar a la mitad de sus ciudadanos en el camino. Esa es la discusión que se debe el Gobierno. Y cuanto antes la de, mejor.

El Garrahan exige respuestas, no excusas

La crisis en el Hospital Garrahan, el principal centro pediátrico del país, puso en evidencia una alarmante falta de respuesta del Gobierno nacional ante los justos reclamos de su personal médico y residente. En lugar de ofrecer soluciones concretas a una situación crítica, las autoridades han optado por una estrategia de desvío discursivo que, lejos de apaciguar los ánimos, revela una preocupante indiferencia hacia la salud pública y, particularmente, hacia los derechos laborales de quienes cuidan la vida de los niños argentinos.

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El Gobierno en lugar de ofrecer soluciones han optado por una estrategia de desvío discursivo que revela una preocupante indiferencia hacia la salud pública.

El Gobierno en lugar de ofrecer soluciones han optado por una estrategia de desvío discursivo que revela una preocupante indiferencia hacia la salud pública.

El presidente Javier Milei calificó la situación como "politizada", como si el reclamo de mejoras salariales y condiciones laborales dignas fuera un acto de conspiración y no una necesidad urgente. Esta narrativa, que pretende responsabilizar al pasado kirchnerista mediante el fantasma de los “ñoquis”, no hace más que dilatar lo inevitable: el Estado debe hacerse cargo de garantizar el buen funcionamiento del sistema sanitario, especialmente en instituciones tan sensibles como el Garrahan.

El argumento esgrimido por el Presidente —que existen empleados administrativos supuestamente “dibujados” que drenan los recursos del hospital— resulta no solo pobre, sino además inaceptable desde el punto de vista institucional. Si tales irregularidades existen, ¿por qué no se corrigieron en el año y medio que lleva esta gestión? ¿Por qué el Ministerio de Salud no actuó con firmeza para detectar y remover a esos empleados inactivos, en vez de castigar indirectamente a médicos y residentes con salarios indignos?

Los trabajadores del Garrahan no pueden ni deben ser rehenes de la inoperancia administrativa. Ellos no tienen poder sobre las decisiones estructurales del hospital, pero sí son quienes sostienen con su esfuerzo cotidiano un sistema que funciona, muchas veces, gracias al sacrificio individual. No puede ser que un profesional con formación especializada, que trabaja largas jornadas salvando vidas, reciba sueldos de 800.000 pesos mensuales mientras el Gobierno se escuda en un relato repetido que ya no convence a nadie.

La sociedad argentina reconoce el valor y la entrega del personal del Garrahan. Esa confianza no puede ser socavada por una dirigencia que se muestra más interesada en librar una batalla discursiva contra el pasado que en resolver los problemas del presente. La salud de los niños no puede esperar. Y si el Gobierno no está dispuesto a escuchar ni actuar, entonces está, inevitablemente, del lado equivocado de la historia. El tiempo de las excusas se acabó. Es hora de responder con hechos.

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