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El obstáculo cultural que impide que los dólares salgan del colchón

Javier Milei necesita que los argentinos liberen sus dólares para dinamizar la economía, pero choca con una barrera más fuerte que cualquier restricción.

Dólar. Palabra clave si las hay en el diccionario de los argentinos. Y una palabra que también está en el centro de la estrategia económica del actual Gobierno. En esta columna dominical ya habíamos anticipado semanas atrás los pasos que seguiría el ministro Luis Caputo: consolidar la competencia de monedas en el sistema financiero argentino y avanzar con un perdón fiscal destinado a tentar a quienes conservan dólares por fuera del sistema formal.

Es que en poco más de un año y medio de gestión, el presidente Javier Milei ha debido apelar a caminos no convencionales para proveer de divisas a una economía que las necesita con urgencia. Las vías tradicionales, como el superávit comercial o el ingreso sostenido de inversiones extranjeras directas, han resultado insuficientes o simplemente estancadas. Así fue que se activaron tres grandes fuentes alternativas.

La primera fue el Régimen de Regularización de Activos, conocido como blanqueo de capitales, que se desplegó en tres etapas desde octubre de 2024 hasta abril de 2025. De los 40.000 millones de dólares que se habrían declarado, unos 16.000 millones ingresaron en efectivo a las Cuentas Especiales de Regularización de Activos (CERA). Sin embargo, los datos son reveladores: poco más de 7.000 millones permanecieron en cuentas o se colocaron en plazos fijos, 5.000 millones se orientaron a activos financieros, casi 900 millones se retiraron, y el resto fue a consumo y bienes como inmuebles o vehículos. En otras palabras, el blanqueo fue eficaz para formalizar activos, pero poco sirvió para dinamizar el consumo y, por ende, insuficiente como motor de crecimiento económico.

La segunda gran fuente fueron los organismos multilaterales. En abril, el Gobierno firmó un acuerdo con el FMI y otros entes por un nuevo crédito de más de 20.000 millones de dólares. El destino de esos fondos es claro: fortalecer las reservas del Banco Central e intervenir el mercado cambiario cuando sea necesario. Una solución de respaldo, no de expansión.

Y la tercera etapa, quizás la más delicada y ambiciosa, apunta a los dólares que duermen "debajo del colchón". Un universo de recursos que el propio Gobierno estima en unos 240.000 millones de dólares en manos de argentinos, fuera del sistema financiero. ¿Cuántos de ellos están verdaderamente en condiciones de ser volcados al consumo? ¿Qué porcentaje está dispuesto a salir de la informalidad? ¿Y, fundamentalmente, existe la confianza necesaria para dar ese paso?

Aquí radica el verdadero desafío. Aunque desde el Gobierno se proyecta optimismo y se insiste en que este esquema de competencia de monedas brindará estabilidad en el mediano plazo, los argentinos han desarrollado a lo largo de décadas un instinto defensivo frente a las crisis. La tenencia de dólares fuera del sistema —en cajas de seguridad, en casas, o en paraísos fiscales— ilegal de por sí, no es un capricho, sino una estrategia de supervivencia frente a los sucesivos fracasos del peso como reserva de valor.

El propio Milei, con su prédica anticasta y su promesa de no recurrir a la emisión monetaria para financiar al Estado, entiende que para que la economía crezca es indispensable una expansión monetaria, pero sin violar sus principios. En otras palabras, necesita que esa liquidez provenga del sector privado. Le pide al ahorrista tradicional, sobre todo a la clase media alta y alta, muchos de ellos evasores, que libere parte de esos dólares, que los consuma, que los invierta, que los incorpore al sistema.

Pero este pedido choca contra un muro cultural e histórico: la desconfianza. Este segmento social, hoy uno de los beneficiado por las políticas de desregulación, estabilidad cambiaria y rentabilidad financiera, no tiene incentivos claros para modificar un comportamiento que ha sido exitoso durante décadas. En cada crisis, supieron capitalizar sus ahorros y luego replegarse. ¿Qué haría que ahora fuera diferente?

El perdón fiscal —aún pendiente de una ley que dé garantías más allá de un decreto— es una herramienta útil, pero insuficiente por sí sola. Sin un marco jurídico sólido, con reglas claras y perdurables, el temor del evasor o del simple ahorrista a ser perseguido en el futuro sigue latente. Ya no basta con buenas intenciones o promesas de estabilidad: hace falta institucionalidad.

Más aún, el propio Gobierno debe resolver una contradicción de fondo. Si por un lado alienta la competencia de monedas y el derecho a elegir libremente entre pesos y dólares, por otro lado necesita que esos dólares se vuelquen al sistema, se bancaricen, se muevan. Pero quienes poseen esos recursos no ven atractivo en salir de su zona de seguridad mientras no se garantice que no habrá nuevas reglas de juego a mitad de camino.

Este proceso, como bien lo admiten incluso desde la Casa Rosada, no será inmediato. No se trata de esperar que miles de millones salgan del colchón en un mes. Es una carrera de fondo, no de velocidad. A partir de 2026, el Gobierno espera que esta normalización empiece a tener un impacto real. Pero para ello necesita convencer, construir confianza, y —sobre todo— ofrecer beneficios tangibles a quienes decidan sacar sus dólares de la penumbra.

En definitiva, la economía argentina necesita esos dólares. No por capricho, sino porque son el combustible para poner en marcha un crecimiento genuino y sostenido. Pero pedirle a una parte de la sociedad que cambie su ADN financiero requiere algo más que discursos o beneficios fiscales: requiere un pacto de confianza profundo, basado en la estabilidad, la previsibilidad y, por qué no, en una visión compartida de futuro. El Gobierno puede dar el primer paso. Pero el resto dependerá paradójicamente esta vez de que los argentinos estafadores crean que no serán estafados.

Corrimiento de los límites morales

En poco más de un año y medio de gestión, el gobierno de Javier Milei ha impulsado transformaciones profundas en el discurso público y en las formas en que la sociedad argentina interpreta la realidad. Pero más allá de las medidas económicas y los ajustes estructurales, uno de los fenómenos más preocupantes es el corrimiento del límite moral que parece haberse naturalizado en buena parte del cuerpo social. Actos que hasta hace poco eran rechazados transversalmente hoy son reivindicados o, al menos, aceptados con una preocupante indiferencia.

Uno de los casos más emblemáticos es el tratamiento a aquellos que en años anteriores decidieron comprar dólares en el mercado marginal —comúnmente conocido como “dólar blue”— evadiendo los controles estatales y el pago de impuestos. Lejos de recibir algún tipo de sanción, muchos de ellos fueron beneficiados con medidas de blanqueo fiscal, lo que en la práctica implica un perdón del Estado. No solo no se los penalizó: se los exaltó como símbolos de resistencia ante lo que se ha instalado discursivamente como "el socialismo kirchnerista".

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La pobreza que se refleja en las calles. Familias enteras buscando refugio en veredas que les den algún tipo de refugio.

La pobreza que se refleja en las calles. Familias enteras buscando refugio en veredas que les den algún tipo de refugio.

“La batalla cultural representa una disputa por las representaciones de la realidad”, afirma el sociólogo Daniel Feierstein, investigador principal del Conicet. Y en ese sentido, lo que estamos viendo en la Argentina no es sólo una reconfiguración económica, sino una verdadera transformación en las coordenadas éticas que ordenaban la convivencia democrática.

Hasta no hace mucho tiempo, el blanqueo de capitales era fuertemente criticado por amplios sectores sociales y políticos. Era visto como un acto inmoral del Estado, una traición a quienes sí cumplían con sus obligaciones tributarias. El mensaje era claro: en la Argentina, ser honesto no rendía. Hoy, ese mensaje se ha potenciado. No pagar impuestos en el pasado es, para algunos sectores que adhieren al discurso libertario, una muestra de coraje individual frente a un Estado considerado opresor.

Este cambio de percepción no es casual. Forma parte de una estrategia deliberada del gobierno de Milei que, bajo el rótulo de “batalla cultural”, ha logrado instalar nuevos marcos simbólicos. Desde el atril presidencial, se resignifican conceptos como libertad, justicia o soberanía. La evasión se convierte en resistencia, la desregulación en redención y la desigualdad en un precio justo de la competencia.

Pero este corrimiento moral no se limita al ámbito económico. Se extiende al plano institucional. Proyectos como “Ficha Limpia”, que busca impedir que personas condenadas accedan a cargos públicos, o el debate sobre el uso político del sistema judicial (Libra Gate), han pasado a segundo plano. La estabilidad del dólar y la promesa de un superávit fiscal se presentan como logros que justifican cualquier concesión ética o institucional.

La pregunta que queda flotando es: ¿hasta dónde estamos dispuestos a ceder en nombre de la eficiencia económica? ¿Puede una democracia republicana sostenerse si sus pilares éticos son erosionados sistemáticamente? La República no es sólo una forma de gobierno, sino una cultura política basada en la responsabilidad, la transparencia y el respeto a la ley.

En este contexto, preocupa la aparente anestesia social. Las decisiones del Gobierno son evaluadas desde criterios exclusivamente técnicos o pragmáticos. ¿Bajó la inflación? ¿Se estabilizó el dólar? ¿Llegó la inversión extranjera? Poco importa si para lograr esos objetivos se borran los límites que alguna vez protegieron a los sectores más vulnerables o se premia la conducta de quienes perjudicaron al Estado.

El corrimiento moral no sucede de un día para el otro. Se da por acumulación, por goteo, por resignación. El peligro es que, cuando queramos volver a trazar esos límites, ya no sepamos dónde estaban.

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