Argentina y el eterno espejo del dólar: una relación que define su destino económico
Entre la estabilidad que promete y la dependencia que impone, el dólar sigue marcando el pulso del país.
La Argentina es, quizás, uno de los países más complejos del planeta. Su economía, su política y hasta su identidad colectiva parecen girar en torno a una obsesión de larga data: el dólar estadounidense. Ninguna otra nación en el mundo, salvo contadas excepciones, mantiene un vínculo tan visceral, contradictorio y permanente con una moneda extranjera. En la Argentina, el dólar no es solo una divisa: es una idea, una emoción y, sobre todo, un refugio.
A lo largo de las décadas, esta relación se ha movido como una marea inestable: a veces calma, como una balsa en un lago; otras, furiosa, desatando crisis, derrumbes y cambios de gobierno. Pero como sucede en las relaciones de dependencia más intensas, el país y la moneda norteamericana no pueden vivir el uno sin el otro. Y cada intento por romper ese lazo ha terminado, una y otra vez, en frustración.
Las causas de esta “ciclotimia cambiaria” son múltiples y conocidas. Desde la falta de confianza estructural en la moneda local hasta la reiterada intervención de sectores financieros y empresariales que, aprovechando los vaivenes políticos, han hecho de la especulación una forma de vida.
La economía argentina, a lo largo del último medio siglo, ha transitado de crisis en crisis, repitiendo un patrón tan predecible como doloroso: cuando la inflación se acelera, los argentinos se refugian en el dólar; cuando el peso parece estabilizarse, el país respira apenas unos meses antes de que una nueva turbulencia desate otra corrida.
En este contexto, cada intento gubernamental por romper esa lógica —desde las tablitas de Martínez de Hoz hasta los cepos del kirchnerismo, pasando por la convertibilidad de los años ’90— ha dejado muchas cicatrices en la dermis de la sociedad. Y ahora, bajo la administración de Javier Milei, la historia parece reescribirse con nuevos protagonistas pero viejos dilemas.
El argentino promedio no percibe al dólar como una moneda extranjera. Lo asume como una extensión de su vida cotidiana. El billete verde no es solo un activo financiero, sino un símbolo de previsibilidad, de resguardo y, en cierto modo, de dignidad. En un país donde el peso ha perdido más ceros que los que la memoria colectiva puede contar, confiar en la moneda nacional se volvió un acto de fe.
Así, la economía argentina es hoy —sin rodeos— bimonetaria. El peso sirve para pagar los gastos diarios; el dólar, para pensar el futuro. No se compra una casa, un auto o unas vacaciones sin medirlo antes en dólares. Y el humor social, como la inflación o las encuestas, también cotiza: sube o baja según el valor del dólar blue o el oficial.
Por eso, cuando el Gobierno de Javier Milei proclama que el argentino debe tener libertad para comprar dólares, no solo apela a una medida económica: toca una fibra cultural. Poder acceder a la divisa, aunque sea en pequeñas dosis, genera una tranquilidad emocional que trasciende la rentabilidad. Muchos saben que no se harán ricos comprando dólares, pero sienten que así preservan algo más valioso: el control sobre su propio destino.
La tensión del presente: entre la estabilidad y la presión
En las últimas semanas, la calma aparente del mercado cambiario se vio sacudida por una nueva oleada de incertidumbre. A medida que se acercaban las elecciones legislativas, las presiones del sistema financiero volvieron a poner a prueba la estrategia oficial. Miles de ahorristas, desconfiados de la durabilidad del modelo, se volcaron otra vez a la compra de dólares.
Pero esta vez, un hecho inédito marcó la diferencia: la intervención del Tesoro de los Estados Unidos, que actuó de manera discreta pero efectiva para contener la ola de demanda y evitar un salto brusco del tipo de cambio. Esta asistencia, inédita en la historia reciente, permitió frenar una corrida que podría haber derivado en otro episodio de crisis autoinfligida.
La memoria argentina tiene registro de más de medio siglo de crisis cambiarias, y esta intervención foránea, aunque polémica, significó un respiro. No es exagerado decir que, por primera vez en mucho tiempo, el derrumbe no llegó.
Luis Caputo y Santiago Bausili, los pilares hoy del plan monetario con ancla cambiaria.
Sin embargo, los problemas estructurales persisten. Hoy la economía argentina “surfea” una inflación del 2% mensual, con expectativas de mantenerse por encima del 1% durante el primer semestre de 2026. Mientras tanto, el esquema de devaluación mensual (el llamado crawling peg) avanza apenas al 1% por mes. Esa brecha, pequeña en apariencia, genera tensiones cada vez más visibles.
Este desfasaje ya se hizo evidente cuando, en junio de 2025, JP Morgan recomendó a sus inversores desarmar posiciones en pesos —especialmente en bonos cortos como las Lecaps— y pasarse a dólares ante los riesgos cambiarios y electorales. La respuesta del mercado fue inmediata: la divisa saltó de 1.150 a 1.450 pesos en cuestión de semanas, una devaluación superior al 20%.
Buena parte de los analistas atribuyen este salto a los límites autoimpuestos por el ministro de Economía, Luis Caputo, quien a comienzos del año había fijado una devaluación mensual máxima del 1%, en un contexto donde la inflación superaba con holgura ese nivel. En otras palabras, el tipo de cambio se atrasó frente a los precios, y la realidad —una vez más— terminó ajustando por su cuenta.
Hoy el mercado vuelve a dudar del relato oficial. Las reservas escasean, la liquidación de exportaciones se retrasa, y los importadores acumulan deuda comercial. Si no hay una salida controlada de este cuello de botella, advierten los economistas más cautos, una nueva corrección de la paridad será inevitable.
Las señales desde Nueva York
En este marco de tensión, Caputo aprovechó la semana pasada la gira presidencial de Milei por Estados Unidos para mantener un encuentro reservado en Nueva York con unos 40 grandes inversores internacionales, bajo la organización del propio JP Morgan. Allí, el ministro dejó trascender un dato clave: el Gobierno estaría dispuesto a revisar su esquema cambiario.
Según informó Bloomberg, Caputo deslizó que podría acelerar el ritmo del crawling peg, llevándolo del 1% actual al 1,5% mensual, dependiendo de la evolución de la inflación y la demanda de pesos. No se trata de una devaluación abrupta, sino de un cambio de ritmo que busca recuperar competitividad sin desatar una nueva tormenta.
Sin embargo, el ministro fue enfático en un punto: no habrá una liberación total del tipo de cambio. La política de “bandas de flotación controladas” seguirá vigente, y cualquier ajuste será gradual y previsible. En un plazo de 30 días, el Gobierno planea presentar su plan económico integral, donde esta redefinición ocupará un rol central.
En esa reunión privada, Caputo delineó los dos pilares del programa de corto plazo:
Acumulación de reservas. El Gobierno buscará recomponer el stock de divisas mediante compras selectivas de dólares incluso dentro de la banda de flotación, algo que hasta ahora el esquema no permitía. La idea es aprovechar momentos de liquidez para fortalecer las reservas del Banco Central sin alterar el equilibrio cambiario.
Recompra de bonos. Se planifica una recompra parcial de títulos globales con vencimiento en 2029 y 2030 (GD29 y GD30), con el objetivo de reducir el costo financiero y enviar una señal de confianza a los mercados. Caputo aseguró que utilizará una fuente de financiamiento “más económica”, aunque evitó dar detalles debido a un acuerdo de confidencialidad firmado con Washington.
El ministro Caputo y la pulseada por el tipo de cambio: el país frente a su dilema eterno.
Además, el ministro se mostró optimista respecto a la demanda de pesos, un indicador clave para evaluar la estabilidad. A su juicio, la moneda local podría fortalecerse a medida que avance un proceso de “remonetización” de la economía, impulsado por la disciplina fiscal y la mejora en la confianza del sector privado.
En su visión, si el Gobierno logra consolidar el equilibrio de las cuentas públicas, los agentes económicos reducirán su dolarización y volverán a utilizar el peso como instrumento de transacción y ahorro. En otras palabras, Caputo aspira a lo que muchos economistas consideran casi utópico: reconstruir la confianza en la moneda argentina.
Sin embargo, la realidad impone sus límites. Mantener un tipo de cambio atrasado en una economía aún inflacionaria es caminar sobre una cuerda floja. Por un lado, Milei y Caputo necesitan sostener la “ancla cambiaria” para no desatar una nueva espiral de precios. Por el otro, un dólar artificialmente quieto amenaza con restarle más competitividad a las exportaciones y ahogar la recuperación productiva.
El dilema no es nuevo, pero sí se presenta con una intensidad particular. En un país donde las expectativas son tan determinantes como los números, la confianza se convierte en la moneda más valiosa. Y esa confianza, en Argentina, cotiza —una vez más— en dólares.
Las próximas semanas serán cruciales. Si el Gobierno logra mantener el control del mercado sin ceder a una devaluación brusca, habrá ganado tiempo. Pero si el desfasaje entre inflación y tipo de cambio continúa ampliándose, el ajuste será inevitable.
Mientras tanto, el argentino de a pie sigue mirando el tablero con una mezcla de resignación y esperanza. Compra dólares cuando puede, paga sus gastos en pesos y observa, con la sabiduría aprendida a fuerza de crisis, que todo puede cambiar de un día para otro.
En definitiva, la historia económica del país parece condenada a girar en torno a una pregunta sin respuesta definitiva: ¿podrá la Argentina, alguna vez, dejar de mirarse en el espejo del dólar?
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