¿Devaluación encubierta? Las tres señales que muestran la verdadera estrategia del Gobierno
Mientras el Gobierno niega una intervención, sube tasas, opera en futuros y ajusta encajes para frenar al dólar. ¿A quién beneficia esta devaluación?.
Argentina se encuentra, una vez más, navegando aguas turbulentas. Con un dólar que oscila peligrosamente cerca de los 1.400 pesos y un Gobierno que prefiere explicar la situación en canales de streaming en lugar de conferencias de prensa formales, la sensación general es de incertidumbre, desconcierto y, para muchos, hartazgo. Es como si los responsables de conducir el país estuvieran más preocupados por la narrativa política que por la estabilidad económica.
La semana pasada fue una postal de esa contradicción. Mientras el Gobierno insiste en que “todo está bajo control” y repite como mantra que el tipo de cambio “flota”, el mercado dijo otra cosa: presionó, castigó y expuso las debilidades estructurales de una economía que no encuentra un ancla firme. El "modo electoral", como lo han definido desde el oficialismo, lejos de ser un recurso retórico, es hoy una mochila llena de piedras sobre el bolsillo de los argentinos y sobre la capacidad de maniobra del Ejecutivo.
El propio presidente Javier Milei y su ministro de Economía, Luis Caputo, se vieron obligados a salir a “aclarar” —aunque en la práctica sembraron más dudas— en una ronda mediática que distó mucho de ser institucional. Eligieron canales de streaming con periodistas amigos, sin repreguntas incómodas, sin confrontación con datos duros. En uno de esos shows, Milei llegó a utilizar una marioneta, dibujó un kirchnerista llorando y denunció, sin pruebas, una supuesta conspiración nacional e internacional contra su Gobierno. En esa teoría incluyó a su propia vicepresidenta, Victoria Villarruel, al premio Nobel Joseph Stiglitz y a tres de los bancos más importantes del país: Galicia, Macro y Bapro.
Pero lo que verdaderamente asustó a los agentes económicos no fue la caricatura de enemigo externo que presentó el Presidente, sino la desconexión con la realidad que transmitió ese espectáculo. Porque mientras en cámara gritaban “¡flota, flota, el dólar flota!”, afuera el tipo de cambio se disparaba, la brecha se consolidaba y los mecanismos de intervención del Banco Central se activaban a toda marcha, desmintiendo de hecho el discurso de la flotación libre.
Carlos Melconian, ex presidente del Banco Nación y uno de los economistas de referencia en el país, lo dijo sin eufemismos: “Es humillante lo que vi el otro día a la noche. Un equipo económico teniendo que hacer de coro ahí de cosas que no cree”. Y esa frase resume el clima de escepticismo que se impone en el mercado y entre los propios analistas: el relato oficial no se sostiene con la realidad de los datos.
Tres intervenciones, una certeza: el dólar no flota
Pese a las declaraciones grandilocuentes, la administración Milei-Caputo implementó al menos tres medidas contundentes para contener la presión sobre el tipo de cambio. La primera fue la suba abrupta de la tasa de interés, que pasó de 46% a más del 65% anual para renovar deuda en pesos. Esta medida encareció el financiamiento, redujo la liquidez y encendió alarmas sobre el sostenimiento de la política fiscal. Aun con tasas tan altas, Economía no logró renovar la totalidad del vencimiento: apenas consiguió un 76% de roll over sobre 11,8 billones de pesos.
La segunda herramienta fue la intervención directa del Banco Central en el mercado de futuros, donde incrementó su posición neta abierta a unos 5.000 millones de dólares, según el FMI. Se estima que esta maniobra podría generar pérdidas fiscales por más de 600.000 millones de pesos si el tipo de cambio se mantiene en los niveles actuales. El uso de estos instrumentos, que en esencia son pasivos contingentes, contradice cualquier idea de disciplina monetaria.
La tercera intervención, y quizás la más silenciosa pero no menos relevante, fue la suba de los encajes bancarios. Para las cuentas tradicionales, el efectivo mínimo subió del 36% al 40%, mientras que para las billeteras virtuales el salto fue aún mayor: del 20% al 40%. Esta medida congela recursos que antes generaban intereses para los usuarios y pulveriza el atractivo de las plataformas de pagos digitales, uno de los pocos sectores que mostraba dinamismo en el consumo doméstico.
Lo cierto es que, con estas tres herramientas, el Gobierno intentó frenar una corrida sin admitir públicamente que lo estaba haciendo. Lo negó en los medios y lo gritó en el streaming, pero lo ejecutó en los mercados con una fuerza que confirma el diagnóstico: el dólar, lejos de flotar, está siendo contenido a costa de mayores desequilibrios.
El intento por construir una narrativa de complot —el “ellos contra nosotros” tan típico de la política argentina— pasó por alto hechos fundamentales. A fines de junio, un informe de JP Morgan, lejos de conspirar, advirtió con claridad que el valor del dólar no era sostenible en los niveles en los que se encontraba y recomendó a sus clientes desarmar posiciones en pesos. ¿Es esto una conspiración? ¿O es simplemente un banco de inversión cumpliendo con su deber fiduciario de advertir a sus inversores?
En lugar de responder con argumentos, el Gobierno eligió acusar. Y esa decisión, lejos de calmar, asusta. Porque cuando las decisiones económicas se sustentan más en teorías conspirativas que en fundamentos técnicos, lo que se genera no es confianza sino miedo. Y en economía, el miedo tiene precio: se llama riesgo país, se llama fuga de capitales, se llama caída de la inversión.
¿Un dólar alto como bálsamo?
Pero en esta escena de crisis latente también existen algunos aspectos positivos que merecen destacarse. La suba del dólar, al ubicarse en el techo de la banda, mejora la competitividad de las exportaciones. Esto puede representar un alivio para sectores como el agroindustrial, el minero o el energético, que habían perdido rentabilidad frente a un tipo de cambio atrasado.
Además, para el turismo receptivo —clave en varias economías regionales— esta mini devaluación ofrece un respiro. Con una Argentina más barata en dólares, los visitantes del exterior pueden encontrar incentivos para volver a un país que se había vuelto prohibitivamente caro en los últimos meses.
Incluso, desde el punto de vista del IPC, el salto del tipo de cambio aún no se ha trasladado plenamente a los precios. La inflación de julio se mantendría por debajo del 2% mensual, lo que en el contexto argentino es una rareza. Claro que esto podría ser apenas un 'delay' estadístico. Muchos analistas prevén que agosto o septiembre reflejarán el verdadero impacto del movimiento cambiario. Pero, al menos por ahora, el Gobierno puede respirar.
El problema estructural es otro. Aunque el dólar se planche en 1.400 pesos y la inflación parezca ceder, la economía no despega. Con tasas del 60%, ningún proyecto productivo es viable. El crédito al sector privado está paralizado, y sin financiamiento, no hay inversión ni consumo que puedan sostener el crecimiento.
Peor aún: los motores que venían traccionando, como energía, minería y agro, comienzan a mostrar señales de fatiga. La desaceleración es palpable, y el segundo semestre no ofrece perspectivas de recuperación. Si a eso se le suma la incertidumbre electoral —porque el “modo electoral” del que habla el Gobierno no es ajeno al resto de los actores políticos y económicos—, el escenario se vuelve aún más volátil.
Argentina vive un tiempo extraño. Mientras las variables económicas se tensan, el Gobierno apuesta a la comunicación performática y a la simplificación de los problemas en memes, títeres y slogans. Pero la economía real no se deja engañar. El dólar, como termómetro, refleja el calor de un mercado que no cree en la retórica oficial. Y las intervenciones, aunque negadas, están ahí para demostrarlo.
El gran desafío de esta administración —y de cualquier otra que llegue después— será reconstruir la confianza en la política económica. Y eso no se logra con gritos en streaming ni con teorías conspirativas. Se logra con reglas claras, con un Banco Central independiente, con ministros que respondan en conferencias de prensa y no en canales partidarios, y con un presidente que entienda que el humor, por más catártico que sea, no reemplaza a la gestión.
La Argentina no necesita más “personajes”; necesita liderazgo, responsabilidad y rumbo. Porque el dólar podrá “flotar”, pero si no hay timón, el barco igual se hunde.
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