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El dilema del gobierno: ¿es el dólar un fenómeno político o económico en Argentina?

El Gobierno convalida tasas de hasta 70% para retener pesos. El costo de la estrategia se sentirá después de octubre.

En la Argentina, la política económica nunca es ajena al calendario electoral. La historia reciente muestra que, a medida que se acercan las elecciones, los gobiernos ajustan sus prioridades y concentran sus energías en un único objetivo: contener al dólar. El razonamiento es simple y crudo: en un país donde la divisa norteamericana es mucho más que un precio y funciona como termómetro de confianza y unidad de cuenta de facto, la estabilidad del tipo de cambio define el humor social, la inflación y, en última instancia, las posibilidades de reelección o de continuidad política.

Hoy, el gobierno de Javier Milei se enfrenta a esa misma disyuntiva. Consciente de que el 26 de octubre se juega buena parte de su capital político, el oficialismo despliega una batería de medidas que, más que responder a una lógica económica coherente, parecen formar parte de un operativo desesperado para ganar tiempo y frenar el dólar a cualquier costo.

El síntoma más visible de esa desesperación se refleja en la política de deuda en pesos. El Ministerio de Economía ofreció este miércoles bonos con tasas de interés que rozan el 70% anual, en muchos casos 50% por encima de la inflación proyectada. Una rentabilidad que, bajo parámetros normales, sería irresistible para cualquier inversor. Sin embargo, el mercado apenas aceptó refinanciar el 60% de los vencimientos. El resto —unos 6 billones de pesos— quedó flotando en el sistema financiero, un excedente que tarde o temprano podría canalizarse hacia el refugio por excelencia del ahorrista argentino: el dólar.

Que ni siquiera semejantes tasas logren captar la confianza de bancos y fondos es una señal de alarma mayúscula. Habla de un mercado que no cree en la capacidad del gobierno de honrar sus compromisos en un futuro cercano y que prefiere soportar el costo de quedarse líquido antes que atarse a bonos con rendimientos formidables, pero también con riesgos sistémicos.

Mañana, cuando abran los mercados, será otro día clave para el modelo de Luis Caputo: los estrategas de los bancos van a tener que ir casi como obligados a prestarle al Ministerio de Economía los fondos que no le quisieron renovar el miércoles en el último llamado a licitación formal donde el "rollover" fue del 60%. Desde el Palacio de Hacienda confirmaron que procurarán tomar todos los fondos -unos 6 billones de pesos- que se presenten al llamado y por ello en esta oportunidad no se fijaron máximos como en el anterior llamado. ¿Qué tasa pagará para ello?

El problema central es que esta estrategia genera un círculo vicioso. Para sostener el dólar bajo, el gobierno necesita absorber pesos y contener la demanda de divisas. Para absorber esos pesos, debe ofrecer tasas exorbitantes. Pero esas tasas, al mismo tiempo, envenenan a la economía real: encarecen el crédito, asfixian a las empresas, ralentizan la inversión productiva y agravan la recesión.

El oficialismo insiste en que se trata de medidas transitorias, de un puente para llegar a octubre. Pero la economía no se maneja con tiempos electorales: cada día de tasas al 70% profundiza el deterioro de un tejido productivo que ya viene golpeado por meses de ajuste y recesión.

El discurso contra los hechos

En sus intervenciones públicas, Javier Milei insiste en que la inflación no tiene relación directa con el dólar. Lo repite como mantra: “La inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario”. Lo dice con tono pedagógico, como si impartiera una clase de macroeconomía. Y sin embargo, las decisiones de su equipo económico revelan lo contrario.

Si de verdad el dólar no fuera determinante en la dinámica inflacionaria, ¿por qué semejante esfuerzo en sostenerlo artificialmente bajo? ¿Por qué tasas exorbitantes, operaciones de absorción de pesos, encajes reforzados, licitaciones desesperadas del Tesoro, intervenciones en el mercado de futuros?

La respuesta es obvia: porque, más allá del dogma teórico, el gobierno sabe que una suba abrupta del tipo de cambio tendría consecuencias inmediatas en los precios y en la percepción social. El pass-through puede ser discutido en los 'papers' del Banco Central, pero en la góndola del supermercado, en la boleta de servicios o en la cuota del colegio, el efecto es inmediato y tangible. Esa incoherencia entre discurso y acción mina la credibilidad. El presidente dice una cosa, sus ministros hacen otra. El relato se construye sobre la premisa de que el dólar no importa, pero la praxis revela que el dólar lo es todo.

La licitación fallida del Tesoro el miércoles fue un baño de realidad. El oficialismo esperaba renovar al menos un 80% de los vencimientos, pero apenas alcanzó un 60%. El resultado obliga al Banco Central a intervenir mañana con nuevas herramientas: absorber excedentes a través de encajes remunerados y diseñar instrumentos como la letra TAMAR, exclusiva para bancos, con vencimiento corto y tasas altas.

Pero se trata, nuevamente, de soluciones que no atacan el problema de fondo: la desconfianza. Mientras el gobierno siga mostrando un doble estándar —dogmático en el discurso, pragmático y electoralista en la acción— el mercado seguirá apostando a la dolarización de portafolios y a la cobertura defensiva.

Milei con Luis Capúto
Los efectos de la suba de tasas se plasmarán en la economía real después de octubre.

Los efectos de la suba de tasas se plasmarán en la economía real después de octubre.

El dato mata relato. Ni los bancos ni los fondos creen en la sustentabilidad de un esquema que promete inflación en baja y estabilidad cambiaria, pero se financia con deuda cada vez más cara y de plazos cada vez más cortos. Ofrecer rendimientos tan altos no es inocuo. Si bien en el corto plazo puede ser funcional para captar pesos y descomprimir la presión sobre el dólar, en el mediano plazo genera tres problemas graves:

-Costo fiscal desbordado: los intereses que el Tesoro se compromete a pagar crecen a un ritmo explosivo. Hoy los absorbe con emisión de nueva deuda, pero mañana implicarán más déficit o más emisión monetaria. Es la trampa de la bicicleta financiera.

-Asfixia del crédito productivo: con tasas tan altas, el financiamiento a empresas y familias se vuelve prohibitivo. El capital se orienta hacia la especulación financiera y no hacia la inversión real. La recesión se profundiza.

-Desconfianza estructural: si el Estado necesita ofrecer semejantes tasas para que le renueven deuda a menos de un mes, el mensaje implícito es devastador: el riesgo percibido de default es altísimo.

En otras palabras, se trata de un remedio que puede resultar más letal que la enfermedad.

Las voces críticas: alertas desde adentro y afuera

No solo los economistas opositores marcan las contradicciones. Voces cercanas al propio oficialismo empiezan a expresar preocupación. Ricardo Arriazu, asesor escuchado en Casa Rosada, fue categórico: “Mientras en Argentina sea unidad de cuenta el dólar, la divisa tiene una importancia fenomenal. No entiendo el beneficio de este esquema de bandas y tasas altísimas”.

Otros analistas como Lorenzo Sigaut Gravina o Ricardo Delgado coinciden en que el gobierno busca llegar a las elecciones con el dólar planchado y la inflación contenida, aun al precio de hipotecar la sustentabilidad futura. Hablan de mala praxis en el desarme de las LEFI, de un apretón monetario innecesario y de una economía que se estanca desde mayo.

Las advertencias son claras: el costo de esta estrategia se verá después de octubre. Con tasas reales altísimas y un dólar artificialmente controlado, el margen de maniobra post-electoral será mínimo. El riesgo de un salto cambiario tardío, acompañado de inestabilidad y mayor inflación, está cada vez más latente. La conclusión es inevitable: lo que se está viendo no es un plan económico, sino un plan electoral. El objetivo no es ordenar la macroeconomía ni sentar bases de crecimiento, sino simplemente ganar tiempo hasta el 26 de octubre.

El gobierno compromete al Estado con deuda a tasas exorbitantes, debilita al sector productivo, genera incoherencias discursivas y posterga las decisiones de fondo. Todo para evitar que el dólar se dispare en las semanas previas a las elecciones. En esa lógica, la política conspira contra la economía. Y lo hace desde el propio oficialismo, que predica la coherencia monetaria pero practica la heterodoxia desesperada.

¿Qué ocurrirá después de octubre? Esa es la gran pregunta que sobrevuela los mercados. Si Milei logra un resultado favorable, podría intentar reordenar la política económica, bajar tasas reales y aceptar un dólar más alto, confiando en que el respaldo político le dará aire. Si el resultado es adverso a las expectativas, el escenario será de mayor fragilidad: sin credibilidad, sin reservas suficientes y con vencimientos cada vez más caros, el margen será mínimo.

En cualquier caso, la estrategia actual no es sostenible. El mercado ya dio señales de que el modelo necesita cambios. Y la sociedad percibe que detrás del relato de “inflación puramente monetaria” se esconde una obsesión desesperada por el dólar que contradice todo lo dicho desde el atril presidencial.

La Argentina vuelve a repetir un guion conocido: tasas altísimas, deuda creciente, dólar contenido artificialmente, relato desconectado de la realidad. La diferencia es que ahora el discurso oficial se presenta como disruptivo, como una ruptura con la vieja política. Pero en la práctica, las decisiones recuerdan demasiado a las de gobiernos anteriores: sostener lo insostenible hasta la próxima elección.

La pregunta no es si este esquema va a crujir, sino cuándo y cómo lo hará. Mientras tanto, cada día de tasas al 70% erosiona un poco más la economía real, posterga la recuperación y siembra dudas sobre el rumbo. Milei y su equipo insisten en que el dólar no genera inflación. Pero su obsesión por mantenerlo bajo revela lo contrario. La incoherencia entre discurso y acción es el verdadero talón de Aquiles del mileísmo. Porque en economía, como en política, los relatos pueden ganar elecciones, pero son los datos los que definen la historia.

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