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La economía comienza a recalentarse en modo electoral y aparecen señales de alerta

Con el dólar en alza, el mercado financiero más volátil y la inversión externa aún ausente, los síntomas de tensión en la economía emergen en plena campaña.

En el ajedrez político-económico que representa la Argentina, donde cada jugada puede desencadenar movimientos bruscos en los mercados y el humor social, el último capítulo vivido por el Gobierno de Javier Milei revela algo más profundo que una simple reacción del tipo de cambio: muestra la fragilidad estructural de un modelo que aún no consigue consolidar confianza, ni siquiera entre sus aliados naturales.

El cimbronazo más reciente vino, curiosamente, desde lo que en teoría debería ser ‘fuego amigo’. JP Morgan, el banco de inversión más influyente del mundo y símbolo global del capitalismo financiero, lanzó en la última semana de junio un informe que encendió luces de alarma en la City porteña. Bajo el título “Taking a Breather” (tomando un respiro), la entidad recomendó desarmar posiciones en pesos y adoptar una actitud más cauta frente a la moneda local. ¿La razón? Una combinación de factores: la finalización del pico de ingresos por exportaciones agrícolas, una creciente incertidumbre electoral, señales de intervención cambiaria y la persistente falta de dólares genuinos.

El documento no fue incendiario en términos retóricos, pero su impacto fue devastador. El mercado escuchó y reaccionó con la velocidad que sólo los grandes operadores financieros pueden imprimirle a la economía. En cuestión de días, el dólar oficial se devaluó un 9%, y el marginal lo siguió de cerca, alcanzando valores nominales récord. Más allá de las cifras puntuales, lo preocupante fue la velocidad de la desconfianza.

Algunos funcionarios del oficialismo buscaron relativizar el impacto. Técnicamente, es cierto que no se trata de una crisis cambiaria como la de años anteriores. En comparación con el mismo período de 2024, cuando el dólar blue tocaba los 1.500 pesos y el oficial rondaba los 960, el nivel actual en torno a los 1.300 (en el paralelo) y en 1.290 (el oficial), sugiere una cierta moderación en el ritmo de depreciación de la moneda. Sin embargo, no se trata sólo de números absolutos, sino de percepción de estabilidad. El ‘off’ del ministro Luis Caputo al periodista Alejandro Fantino, que intentó ser un misil teledirigido a los Gobernadores, terminó generando más incertidumbre y caos en el mercado.

Hace apenas unas semanas, el presidente Javier Milei afirmaba con vehemencia que el “valor correcto” del dólar debía estar en torno a los 900 pesos. No era una estimación técnica, sino un intento político por incentivar a los argentinos a desprenderse de sus dólares ‘debajo del colchón’. La apuesta no funcionó. El dólar se mantuvo por encima del promedio de la banda cambiaria (ubicada entre los 940 y los 1.440 pesos), dejando en evidencia que ni el relato más liberal puede doblegar la lógica de la escasez estructural de divisas.

Desde los círculos más cercanos al Gobierno se insiste en que estas tensiones cambiarias son típicas en años electorales, una especie de ‘clásico’ argentino. Pero los economistas más neutrales señalan un problema más profundo: la carencia de dólares genuinos.

A pesar de los discursos altisonantes, las inversiones extranjeras siguen sin materializarse en los niveles prometidos. La economía argentina, por ahora, se sostiene a fuerza de endeudamiento público, colocaciones financieras de empresas locales que todavía tienen liquidez, y apuestas de corto plazo en sectores selectivos como energía y agroindustria. No es un modelo sostenible. Tampoco es un modelo claro.

La paradoja es que la administración Milei llegó con la promesa de ordenar la economía’ y devolver previsibilidad al mercado. Sin embargo, tras 18 meses de gestión, los números muestran un cuadro heterogéneo, con sectores que crecen por efecto de la liberalización de precios (como la energía) y otros que se hunden por falta de consumo interno, financiamiento y planificación a mediano plazo.

La economía real empieza a hablar con señales más elocuentes que las estadísticas del INDEC. Carrefour, una de las cadenas de supermercados más importantes del mundo, anticipó esta semana que iniciará su proceso de salida del país. La noticia se suma a un goteo constante de desinversiones que ya incluye a otras grandes firmas del consumo masivo, la logística y la industria.

En paralelo, surgen nuevos actores empresariales, muchos con un historial poco transparente o asociados a escándalos recientes. Es el caso de Leonardo Scatturice, nuevo propietario de Flybondi, vinculado directamente al escándalo del avión privado con diez valijas que la Aduana dejó pasar sin control el pasado 26 de febrero. El incidente fue tan incómodo que logró acorralar al vocero presidencial, Manuel Adorni, quien literalmente huyó de su tradicional púlpito matutino para evitar responder preguntas. Este episodio no sólo siembra dudas sobre la transparencia del nuevo empresariado local, sino que también remite a un déjà vu: el regreso forzado del modelo de ‘argentinización’ empresarial, donde compañías nacionales ocupan el lugar de multinacionales que deciden irse.

No se trata, como algunos oficialistas insisten, de una ‘limpieza del mercado’ para dar lugar a empresarios locales con ‘fe y compromiso’. Se trata de una retirada estratégica de capitales que no encuentran garantías de estabilidad jurídica y cambiaria.

El telón de fondo de esta situación es, inevitablemente, electoral. El Gobierno juega todas sus fichas a una victoria contundente en los comicios de octubre. El propio Milei sostiene que con ese aval de las urnas logrará destrabar inversiones, consolidar su liderazgo y avanzar en reformas estructurales.

Pero el mercado no vota. O mejor dicho, su voto es volátil, especulativo y condicionado a realidades más duras que el aplauso popular. El informe de JP Morgan lo dejó claro: mientras el ‘carry trade’ sea rentable, los dólares especulativos permanecerán en el circuito financiero. Pero basta un cambio en las condiciones –una elección incierta, una intervención cambiaria mal ejecutada, una señal de debilidad política– para que ese capital huya, como ya lo hizo en el pasado. Los dólares del ‘carry’ no sirven para el desarrollo, ni para la inversión productiva, ni para generar empleo. Son una válvula de escape, no un motor de crecimiento.

El Gobierno aún conserva un núcleo duro de apoyo social y político. La figura disruptiva de Milei, su confrontación constante con la ‘casta’ y su narrativa libertaria todavía movilizan sectores que creen que ‘no hay otra opción’. Pero el pragmatismo del mercado impone otras reglas. Sin una hoja de ruta clara para atraer inversiones reales, sin seguridad jurídica, sin reglas del juego estables y sin un plan integral de desarrollo económico, ningún relato alcanzará.

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Los problemas comenzaron hacia fines del mes pasado cuando la banca JP Morgan recomendó la dolarización de la carteras en pesos. 

Los problemas comenzaron hacia fines del mes pasado cuando la banca JP Morgan recomendó la dolarización de la carteras en pesos.

El informe de JP Morgan no fue una condena; fue una advertencia. No vino de la oposición, ni de sectores ideológicamente enfrentados al modelo libertario. Vino de un actor central del sistema financiero global. Y lo que dijo, en esencia, es que los márgenes de tolerancia están bajando. Que el ‘respiro’ no puede durar mucho más sin consecuencias.

La Argentina tiene experiencia en vivir al borde del abismo. Pero esa misma experiencia demuestra que no siempre hay una red que amortigüe la caída. El Gobierno haría bien en leer entre líneas y entender que el tiempo de las promesas ya pasó. Lo que se exige ahora son resultados concretos. Porque en el juego de la economía real, no hay segunda vuelta.

Dura derrota en el Congreso

La reciente derrota del presidente Javier Milei en el Congreso, que culminó con la aprobación de un aumento en las jubilaciones y la restitución de la moratoria previsional, marca mucho más que un traspié legislativo. Es un síntoma de una crisis institucional más profunda, donde la confrontación reemplaza al diálogo, y el proyecto individual prevalece sobre el consenso colectivo. En lugar de buscar puentes, el oficialismo opta por trincheras. En vez de acuerdos, amenazas. Así, la política argentina sigue atrapada en una lógica de lucha civil, como advirtió con lucidez el filósofo Santiago Kovadloff.

En un claro guiño a los mercados, Milei eligió la Bolsa de Comercio como escenario para anunciar el veto a la ley aprobada por el Senado. Fue un gesto medido, calculado, simbólicamente potente. Allí, rodeado de empresarios e inversores, dejó en claro cuál es su prioridad: el superávit fiscal. Y con él, la promesa de estabilización macroeconómica, reducción de la inflación y el control absoluto sobre la emisión monetaria. En su visión, cualquier retroceso en esa meta es un riesgo existencial para su modelo económico. Y para la Argentina.

Pero el problema no radica tanto en la importancia que el Presidente le asigna al equilibrio fiscal —que, por cierto, es un objetivo compartido por amplios sectores—, sino en la forma en que enfrenta toda disidencia. “Están desesperados”, afirmó Milei sobre senadores y gobernadores. Y añadió: “Esto es un acto de desesperación porque saben que en octubre la libertad arrasa”. Lejos de construir una alternativa política duradera y sólida, el Gobierno profundiza la idea de que toda oposición es enemiga, todo desacuerdo es traición y toda resistencia, un obstáculo que debe ser eliminado.

Sin embargo, lo que Milei define como desesperación, otros lo entienden como una obligación institucional: corregir desequilibrios sociales profundos y atender demandas postergadas, como la de millones de jubilados que han perdido poder adquisitivo en forma dramática. El paquete aprobado por el Senado implica un aumento real del 7,2% para todas las jubilaciones y un bono que pasa de 70.000 a 110.000 pesos, con actualización por inflación. Es una respuesta —quizás imperfecta— a una emergencia concreta. No una conspiración.

Según cálculos de la consultora Empiria, este gasto adicional significaría el 0,9% del PBI para lo que resta de 2025 y 1,3% en 2026. Una cifra relevante, sin duda, pero que exige más que un veto: requiere de una conversación seria y madura sobre prioridades, sostenibilidad fiscal y equidad distributiva. Y para eso es imprescindible una política capaz de acordar, no solo de imponer.

El veto presidencial, aunque legal, no puede convertirse en la única herramienta de gobierno. La política no puede reducirse a un juego de suma cero donde, si el Presidente no gana, el país pierde. El enfrentamiento persistente con los gobernadores y con el Congreso bloquea la posibilidad de un proyecto nacional compartido. Como advierte Kovadloff, sin una cultura de la disidencia, sin aceptar que el otro tiene derecho a pensar distinto, no hay democracia que resista. Hay fragmentación, hay polarización, hay parálisis.

Argentina necesita un diálogo institucional sincero, no negociaciones a la fuerza ni vetos como única respuesta. La gravedad de la situación actual —económica, social, política— exige más que fidelidad a los números fiscales: pide grandeza política. Pide salir del monólogo y entrar al territorio incómodo pero vital del consenso. Si Milei realmente quiere hacer historia, deberá entender que el liderazgo no se demuestra solo con convicción, sino también con capacidad de escuchar. Gobernar no es mandar. Gobernar es acordar. Y hoy, más que nunca, Argentina necesita volver a creer que el acuerdo es posible.

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