Los errores económicos y la corrupción: factores que intensifican la presión sobre el dólar
El valor del dólar ya no es solo un precio, sino el reflejo de la desconfianza hacia un Gobierno debilitado.
La presión en el mercado cambiario argentino ya no es una amenaza latente: es una realidad que golpea todos los días, en cada transacción y en cada encuesta que mide expectativas económicas. A pesar de la batería de herramientas desplegadas en los últimos meses —controles financieros, intervenciones directas, retoques en la política monetaria— el dólar sigue siendo el refugio predilecto de los argentinos. Y lo seguirá siendo, al menos hasta que el Gobierno logre algo que hoy parece imposible: restaurar la confianza.
La cercanía de las elecciones legislativas del 26 de octubre acelera la desconfianza. Lo que debería ser una instancia de validación democrática se convierte en un factor de mayor incertidumbre. ¿Qué pasará después de esa fecha? ¿Habrá un salto brusco en la divisa, un cambio de régimen cambiario, un endurecimiento de controles o un sinceramiento inevitable? Ningún economista serio se atreve a arriesgar un número preciso, pero todos coinciden en que el dólar se ubicará por encima de los 1.400 pesos, ya sea bajo el actual esquema de bandas cambiarias o con cualquier mecanismo que intente improvisar el Gobierno.
La cuestión es más profunda que una cotización: está en juego el futuro del programa económico, la viabilidad de la gobernabilidad y, en última instancia, la estabilidad institucional.
En este tablero, dos factores se imponen como determinantes. El primero son los desvíos macroeconómicos acumulados y profundizados en los últimos meses: déficit fiscal complicado, reservas en caída libre, tasas de interés sin brújula y una recesión que golpea la economía real. El segundo es político y moral: los escándalos de corrupción que perforaron el blindaje discursivo del “gobierno anticasta” y pusieron en tela de juicio la honestidad de los mismos que prometieron terminar con los privilegios.
Ambos fenómenos se potencian. La fragilidad económica expone al Gobierno a cualquier shock externo o interno, mientras que la corrupción erosiona el capital simbólico que lo sostenía frente a la adversidad. Resultado: una gestión que se asoma a los comicios debilitada en todos los frentes.
El debate económico sumó esta semana un protagonista inesperado: Ricardo Arriazu. Durante años, “el profe Arriazu” fue citado por el presidente Javier Milei como referente de la ortodoxia, un economista de manual que legitimaba con sus argumentos el programa libertario. Pero ese idilio se quebró de manera estruendosa.
En una exposición que sacudió al círculo rojo, Arriazu acusó al Gobierno de acumular una cadena de errores que derivaron en la actual crisis. Su planteo fue demoledor porque no recurrió al fantasma del kirchnerismo —el llamado “riesgo Kuka”— sino que apuntó a los propios desaciertos del oficialismo.
“La Argentina ha tenido tantos defaults que los inversores ven riesgo en todo. No es solo el kirchnerismo; también lo es cuando el Gobierno se equivoca, no acumula reservas o es demagógico”, disparó. Y lo más relevante: denunció la estrategia de mantener un dólar artificialmente barato para contener la inflación en tiempos electorales, a costa de vaciar las arcas y exponer al país a una corrida cambiaria.
La cronología de los hechos confirma sus argumentos. Tras un inicio de año con compras de divisas por 3.800 millones de dólares, el Banco Central perdió en marzo 2.800 millones en apenas cuatro semanas. Allí nació el esquema de bandas cambiarias, defendido por el Gobierno como un instrumento de estabilidad, pero cuestionado con dureza por Arriazu:
“Estoy absolutamente en contra de las bandas cambiarias mientras el dólar sea unidad de cuenta. Desde que se implementaron, la inflación subió 10 puntos más de lo estimado, la actividad se planchó, subió el riesgo país y las tasas de interés. ¿Dónde está la ventaja?”, preguntó.
El segundo error crítico, según su visión, fue la liberación parcial del cepo cambiario en un contexto de reservas negativas y deuda flotante por importaciones. “Soy enemigo del cepo, pero más enemigo aún del colapso social”, resumió.
Los hechos lo avalaron: apenas se relajaron los controles, miles de argentinos corrieron a comprar dólares. En Argentina, la lógica es inversa a la de otros países: cuando sube el dólar, no se vende sino que se compra, retroalimentando la escalada.
La crítica más severa de Arriazu se dirigió a la mutación del esquema monetario. El Gobierno reemplazó las tasas de referencia reguladas con LEFIS por un sistema de licitaciones de pesos. La apuesta era que los 15,5 billones en instrumentos se dirigieran hacia títulos públicos. Pero la realidad fue otra: solo 5 billones se canalizaron a ese destino y 10 billones inundaron la plaza, derrumbando las tasas de interés justo cuando el dólar comenzaba a trepar.
“Ahí se desató el infierno”, sentenció. Y concluyó con una advertencia lapidaria: “Una vez que eso ocurre, no tienen otra alternativa que frenar el dólar. Si se escapa, se acaba todo el programa”.
Desde que se liberó el cepo para personas, a mediados de abril, la adquisición neta de dólares creció sin pausa. Solo en julio, los argentinos compraron más de 3.400 millones para atesoramiento, el segundo dato más alto en al menos 18 años. Ironía aparte, los ciudadanos hicieron caso a las recomendaciones del ministro de Economía, Luis Caputo, al refutar meses atrás las críticas al supuesto atraso cambiario: "¡Comprá, no te la pierdas, campeón!".
La receta del Gobierno para esta corrida volvió a ser la conocida: apretar al máximo para contener la divisa, aun a costa de la recesión. Pero la recesión ya está instalada. Los indicadores de consumo caen mes a mes, la inversión extranjera directa es la más baja desde 2017 y el humor social se deteriora.
El dilema es claro: sostener artificialmente el tipo de cambio hasta octubre para llegar a las elecciones con inflación contenida, al precio de sacrificar actividad, reservas y credibilidad. La estrategia de “dólar ancla” intenta blindar el capital político, pero erosiona la base económica del programa.
El Gobierno pierde su relato ético
A los problemas económicos se suma la fragilidad política. Milei gobierna con un Congreso adverso, gobernadores reticentes y una coalición oficialista que exhibe más fracturas que cohesión. El capital simbólico de “la libertad arrasa” se agrieta frente a la crudeza de los datos.
Y mientras la economía se resiente, la política oficialista quedó atrapada en su propio relato ético. El caso Spagnuolo expuso con crudeza la vulnerabilidad del Gobierno. Las grabaciones del exdirector de la Agencia de Discapacidad, amigo personal del Presidente, describiendo un sistema de coimas con total desparpajo, destruyeron el blindaje discursivo del “anticasta”.
La respuesta oficial fue contradictoria. Primero, culpar al kirchnerismo por la filtración. Luego, admitir que Spagnuolo había mentido, pero sin poder desmentir los audios. El desconcierto se multiplicó con el silencio de Karina Milei, mencionada en las conversaciones, y con la torpeza comunicacional del propio Presidente, que terminó ironizando: “Les estamos afanando los choreos”.
El escándalo llegó en el peor momento. Las encuestas ya registraban una caída en la imagen presidencial y la crisis de confianza se profundizó. En Buenos Aires, la meta oficialista para septiembre se redujo a “pelear un empate digno”.
El verdadero desafío está en octubre. Milei no solo necesita ganar, sino hacerlo con una diferencia suficiente que le otorgue poder político para encarar las reformas exigidas por los acreedores internacionales. No es lo mismo triunfar con menos del 40% que superar el 45%.
Pero incluso si logra un resultado favorable, el mayor riesgo es que nada cambie: que el Gobierno continúe en minoría parlamentaria, con gobernadores hostiles, una economía en recesión y una sociedad desconfiada.
El mercado cambiario argentino es, en esencia, un termómetro de confianza. La creciente demanda de dólares refleja el temor a la devaluación, pero también la convicción de que el programa económico carece de anclaje sostenible. A ello se suma la corrosión de la legitimidad política por casos de corrupción que golpean al corazón del relato oficialista.
¿Qué dólar tendremos después del 26 de octubre? Probablemente uno más caro, por encima de los 1.400 pesos. Pero el verdadero interrogante no es numérico, sino político: si el Gobierno será capaz de recuperar credibilidad, construir consensos y ofrecer un horizonte de estabilidad.
Hoy, la Argentina se encamina a las elecciones con un cóctel de recesión, desconfianza y escándalos. Y el gran dilema no es solo cuánto valdrá el dólar, sino si el sistema político podrá evitar que la incertidumbre deje de ser una transición y se convierta, otra vez, en destino.
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