INTA

¿Para qué queremos el INTA?

Con siete décadas de historia, el INTA enfrenta recortes, silencios institucionales y señales de desmantelamiento.

En realidad, para nada; o para mucho, depende desde dónde se mire. Cuando el Instituto de Tecnología Agropecuaria (INTA) se fundó en diciembre de 1956, la sugerencia y varios “aportes” vinieron del exterior. Era una época muy conmocionada en lo político en el país; Argentina comenzaba el posperonismo que un año antes había llevado a su máximo líder (Juan Domingo Perón) al exilio; y en la región iban apareciendo focos revolucionarios que, varios de ellos, iban a devenir en subversivos.

Pero Argentina mantenía aún cierto liderazgo por su comparativamente alto nivel de educación, tecnología, además de la investigación en varios frentes (medicina, energía atómica, etc.). Pero la agroindustria era el principal puntal económico y, en medio de las aguas revueltas de la política, apareció el INTA para desarrollar aún más esta fortaleza, difundir sus nuevas técnicas, investigar, experimentar, y también contener a los productores más alejados, y ayudar a crecer vía la tecnología. Poco después sería un grupo de productores, en 1957, de la mano de Don Pablo Hary, el que iniciaría los Grupos CREA, un movimiento para compartir conocimientos y experiencias, aunque hasta casi fines de los ’70, se trató de un esquema “cerrado” solo a los asociados, lo que luego comenzó a flexibilizarse un tanto.

Pero en estas casi siete décadas pasó mucha agua bajo el puente. Por ejemplo, se produjo la revolución “verde” en EE. UU. a partir de los ’60, con fuertes incrementos de la productividad, que se fue extendiendo a otros países productores; en Argentina se dio el gran salto de los ’90 con una abrupta ampliación de la frontera agropecuaria, y el simultáneo desplazamiento de mucha producción ganadera hacia campos menos buenos. Creció fuertemente la producción de leche y la avicultura. Comenzaron los transgénicos, apareció el silo bolsa, la revolución de la maquinaria agrícola, la conciencia sobre el cuidado del suelo y los cambios de sistemas de labranza, con las consecuentes modificaciones también en las herramientas.

Pero desde mucho antes, todo lo que iba pasando en la agroindustria se fue haciendo de la mano del INTA, por supuesto, que con la impronta de los gobiernos de turno (democráticos, o no), y según lo que cada uno de ellos buscaba, y entendía del organismo. Así, por caso, se llegó a utilizar como reducto para algunos grupos políticos, o también para “colocaciones” de amigos del gobierno de turno, postergando incluso al personal de carrera.

Lo más complejo que ocurre hoy es que, ante la decisión oficial de desregular, privatizar y racionalizar el gasto público, también se pusieron los ojos en el INTA que, entre otras cosas, triplicó su cantidad de personal desde 2003, cuando contaba con 3.500 agentes, y la polvareda no se aplaca (a favor y en contra de lo anunciado).

Nadie habla. Ni las autoridades dan los datos concretos sobre personal (administrativo, técnicos y científicos), ni la cantidad de estaciones experimentales, o agencias de extensión (el corazón del INTA), ni las hectáreas reales que posee el organismo. Mucho menos explican (y a esta altura deberían) cuál es su plan para el Instituto. Pero tampoco las organizaciones del campo, ni los consejeros externos (que poseen desde hace décadas, cada una de ellas) dicen nada, transformándose el silencio en “total” a la hora de presentar un plan, o una propuesta de trabajo, lo que da lugar a elucubraciones infinitas, igual que las conspiraciones. Ni siquiera los gremios del Estado plantean nada concreto, más allá de los escraches y protestas. Sin palabras, ni de un lado, ni del otro.

Sin embargo, se sabe que va a haber cambios, aunque no su alcance. Pero, ¿la eventual mala administración justifica romper todo?, ¿o volver a “liquidar” las joyas de la abuela?

Comparaciones con Brasil

Para entender mejor, tal vez sería importante realizar una comparación entre el INTA y el EMBRAPA, la Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria, creada en 1973 (casi 20 años después que el INTA), y que justifica buena parte del crecimiento exponencial de ese país en materia agroindustrial, al punto de haberse convertido hoy en uno de los tres mayores productores y exportadores de alimentos del mundo. Y hay que repetir, para no olvidarlo, que Argentina mientras tanto sigue “estancada” en su producción agroindustrial desde hace casi 25 años.

El caso es que el EMBRAPA cubre 239 millones de hectáreas agrícolas, mientras que el INTA debe hacerlo sobre 118 millones, prácticamente la mitad. Sin embargo, la cantidad de agentes de ambos organismos es casi la misma: el brasileño con 9.000 (más de 3.000 son científicos), mientras que el local asciende a 10.000, incluyendo contratados y becarios (7.500 son planta permanente).

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EMBRAPA, un organismo que muestra una dinámica distinta que el INTA.

EMBRAPA, un organismo que muestra una dinámica distinta que el INTA.

Es evidente la diferencia de eficiencia por resultado, pero además, están los objetivos de ambos organismos públicos (EMBRAPA también es una empresa del Estado, dependiente del Ministerio de Agricultura), y ahí entra en juego la conducción política, tanto por los objetivos que fija el propio Poder Ejecutivo y sus funcionarios de turno, como de la conducción eventual del organismo, ya que si los que están al frente no saben y solo “cuidan” sus puestos (los actuales no son peores que varias administraciones anteriores, pero casi están en las antípodas de las mejores), no hay posibilidad de cambios y mejoras.

Y la pregunta obligada que surge entonces es: ¿Dónde estaban los “consejeros” y sus entidades mientras todo esto pasaba? ¿No se enteraban que el personal de golpe se multiplicaba exponencialmente? ¿No veían los desplazamientos de investigadores y extensionistas de carrera, por “paracaidistas”? ¿No revisaban las cuentas del organismo para ver la alarmante concentración de gastos sobre 2 o 3 inmensos centros, mientras se desfinanciaba comparativamente a las agencias de extensión, el verdadero corazón del INTA?

¿Por qué se recortaron, o directamente suspendieron, programas muy exitosos como Cambio Rural, el ProHuerta, o la Unidad de Maquinaria Agrícola, verdadero banco de pruebas para las fábricas de máquinas agrícolas locales?

Aun así, este organismo tuvo logros reconocidos internacionalmente, y grandes impactos locales, a pesar de las conducciones aleatorias y los objetivos políticos cambiantes. Nadie puede poner en duda la vacuna oleosa de Scholein Rivenson, la vacuna antiaftosa polivalente ’97, que permitió el control definitivo de la enfermedad, y declarar a Argentina como país “libre con vacunación”; o la “conquista” del norte a partir de la adaptación del pasto Pangola de Royo Payarés, desde el INTA de Mercedes, Corrientes; o el arroz “enriquecido”, o la cantidad de obtenciones en distintas especies y variedades logradas, e infinidad de avances más, imposibles de enumerar.

Pero todo comenzó el año pasado, cuando abruptamente se informó la “transformación” del organismo, comenzando por la venta del valioso edificio de Cerviño, en Palermo, que finalmente en diciembre se remató en U$S 18,5 millones, de los cuales el 70 % debería volver al INTA, según “prometieron” las autoridades.

Y a partir de ahí, reinó el silencio. Y los que desde hace meses venimos abogando por la racionalización y mejora del organismo nos preguntamos: ¿no es la oportunidad perfecta de reivindicar a los buenos (que los hay)? Sacar a los malos (que también los hay). ¿Y no volver a las viejas técnicas como “liquidar” las joyas de la abuela? ¿O estamos de vuelta en “ramal que para, ramal que cierra”? Porque si bien es cierto que en aquel momento no se podía seguir solventando semejante ineficiencia de los trenes con los impuestos de todo el mundo, lo que hacía falta era solo un programa con objetivos claros y gente idónea (que también la hay) capaz de llevarlos adelante. Y después, ¡¡¡controlarlos!!!

Hoy, por ejemplo, los trenes nos hacen más falta que nunca para abaratar los costos de transporte, para bajar significativamente la contaminación, y para evitar el muy costoso mantenimiento de las rutas, destrozadas por las cargas.

¿Creerán que “ser mileísta” es destrozar el Estado, aunque sirva y se necesite?

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