Negociaciones

La ilusión de progreso en las negociaciones arancelarias entre Estados Unidos y China

Si bien la tregua arancelaria de 90 días entre China y Estados Unidos es vista como un alivio, la guerra comercial va mucho más allá.

Muchos trabajadores chinos quizá no conozcan el origen de su semana laboral estándar de cinco días y 40 horas. Antes de 1995, los trabajadores en China solo tenían un día libre a la semana. Los fines de semana, tal como se entienden hoy, simplemente no existían para los 1.200 millones de habitantes chinos. Eso cambió cuando el entonces primer ministro Li Peng emitió una directiva para alinear los estándares laborales de China con las normas internacionales, facilitando su intento de unirse a la Organización Mundial del Comercio (OMC).

Este cambio de política marcó una transformación significativa en la vida cotidiana: un ejemplo temprano y poderoso de cómo el gobierno chino puede remodelar el ritmo de la sociedad de la noche a la mañana para alcanzar objetivos estratégicos. Simboliza la voluntad de Beijing de utilizar su poder para cambiar el estilo de vida de todos en el país, como uno de los resultados de sus 15 años de negociaciones con Estados Unidos.

El avance del sistema de horario laboral en China no sólo reforzó la voluntad de Beijing de abrir sus puertas al mercado global. Fue un símbolo de adaptación: un gesto hacia una economía global basada en reglas. Pero también sentó las bases de las diferencias actuales con Estados Unidos: tensiones arraigadas en desajustes estructurales en materia de comercio, regulación y poder estatal.

Si bien la tregua arancelaria de 90 días entre China y Estados Unidos es vista como un alivio y un mensaje optimista para el mundo, en el centro del enfrentamiento hay un choque entre sistemas fundamentalmente diferentes. Estados Unidos considera cada vez más la política comercial desde una perspectiva de seguridad nacional, con el objetivo de reducir la dependencia de las cadenas de suministro extranjeras, en particular aquellas que involucran a China. Por el contrario, China sigue comprometida con un modelo de capitalismo dirigido por el Estado que prioriza el dominio de la manufactura global.

Lo que se está desarrollando ahora no es una negociación entre iguales, sino una competencia sobre quién establece las reglas y qué sistema puede soportar la presión. Es un choque entre el sueño chino de Xi Jinping y el “Estados Unidos Primero” de Donald Trump.

Guerra comercial

Para Estados Unidos, el comercio ya no es sólo una cuestión económica: se ha convertido en una parte central de su estrategia de seguridad nacional. La crisis de la cadena de suministro durante la pandemia de COVID-19 expuso la fragilidad de depender de un solo país, en particular China, para bienes críticos como productos farmacéuticos y equipos médicos.

En respuesta, Washington ha tomado medidas agresivas para “reducir el riesgo” y repatriar industrias consideradas estratégicas, incluidos los semiconductores, las tierras raras y los componentes de energía limpia. La Ley CHIPS y de Ciencia y la Ley de Reducción de la Inflación de la administración Biden están diseñadas con esto en mente: reducir la dependencia de las cadenas de suministro chinas e invertir en capacidad nacional.

La lógica es sencilla: si un rival geopolítico controla su acceso a bienes esenciales, su seguridad se ve comprometida. Esa lógica sustenta ahora el consenso bipartidista en Washington. El Pentágono, el Departamento de Comercio e incluso el Tesoro coinciden en este enfoque.

Mientras tanto, China sigue dependiendo de Estados Unidos para mantener su dominio del comercio global. Estados Unidos sigue siendo uno de sus principales mercados de exportación. El acceso a Estados Unidos no sólo genera ingresos sino que también legitima el papel de China en el comercio global.

Desde su incorporación a la OMC en 2001, China ha aprovechado su potencial manufacturero para ascender en la cadena de valor, convirtiéndose en la fábrica del mundo. Sin embargo, ese ascenso ha conllevado un creciente escrutinio. El núcleo de la cuestión es cómo China utiliza su aparato estatal para dirigir industrias enteras. El Partido puede crear un sector aparentemente de la noche a la mañana (desde paneles solares hasta vehículos eléctricos) mediante subsidios masivos, tierras baratas, incentivos fiscales y compras gubernamentales.

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China, firme candidata a destronar a EE. UU. en el campo tecnológico y geopolítico.

China, firme candidata a destronar a EE. UU. en el campo tecnológico y geopolítico.

La industria solar es uno de los ejemplos más claros. A principios de la década de 2000, Pekín la eligió como una prioridad estratégica. En cuestión de años, las empresas chinas, respaldadas por miles de millones de dólares en subsidios, inundaron el mercado global con paneles de bajo costo, superando a la competencia extranjera y forzando a varios fabricantes occidentales a la quiebra.

El mismo manual se está aplicando ahora a los vehículos eléctricos y a la tecnología de baterías. Pero el sistema chino no solo construye industrias, sino que también puede destruirlas. Una vez que se retiran o redireccionan los subsidios estatales, sectores enteros pueden colapsar.

Tanto para los actores nacionales como internacionales, la incertidumbre generada por esta política industrial impuesta desde arriba es un riesgo. Esta dinámica —de construir con el Estado y erosionar la competencia mediante el apoyo estatal— ha enojado no sólo a Estados Unidos, sino también a la UE, Canadá y otros.

Promesas de la OMC y realidades políticas

Estados Unidos ha acusado durante mucho tiempo a China de no cumplir sus compromisos en el marco de la OMC. Estas incluyen promesas de reducir los subsidios, aumentar el acceso al mercado y proteger la propiedad intelectual. Sin embargo, a lo largo de los años, Beijing ha redoblado su apoyo a las empresas estatales y elegidas estratégicamente.

A pesar de haber ingresado a la OMC como país en desarrollo, China domina ahora sectores que una vez se comprometió a liberalizar. En áreas como el comercio digital y los servicios en la nube, las barreras para las empresas extranjeras siguen siendo altas, mientras que las empresas chinas gozan de acceso global y protección en el mercado interno. Para Washington, ya no se trata sólo de economía: se trata de reglas, reciprocidad y el contrato de confianza. Los déficits comerciales se pueden tolerar, la manipulación sistémica no.

Es por eso que, incluso con una flexibilización arancelaria temporal, el tono en Washington sigue siendo escéptico. La actual ronda de aranceles es más amplia que la anterior. Del lado chino, existe una profunda resistencia a cambiar de rumbo. Bajo el liderazgo de Xi Jinping, el papel del Partido en la vida económica sólo se ha fortalecido. Ahora se espera que las empresas privadas se alineen con los objetivos estatales. Campeones nacionales como Huawei y BYD no son solo empresas, sino que son brazos de la ambición global más amplia de Pekín.

La Iniciativa del Cinturón y la Ruta también es parte de esta estrategia: moldear los flujos económicos globales de maneras que favorezcan la influencia económica y el liderazgo geopolítico de Beijing. Así que, aunque China quiere acceder al mercado estadounidense para mantener su crecimiento, su legitimidad y su influencia, no está dispuesta a ceder el control. La diferencia ideológica es marcada.

En Occidente, la competencia se considera un proceso regido por reglas y una supervisión independiente. En China, el resultado —la fuerza nacional— justifica los medios. Ambos países necesitan reformas. China debería dejar de otorgar subsidios excesivos a las empresas. Su política económica no se basa en un sistema justo, sino en hacer todo lo posible para aplastar a sus competidores. Estados Unidos debería centrarse en el déficit fiscal y la deuda pública. Incluso después de que finalice la tregua de 90 días, persistirán importantes problemas estructurales.

Fuente: Bang Xiao/ABC.net.

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