¿Te acordás de los bizcochitos Canale? Así nació un clásico argentino
Detrás del sabor de los bizcochitos que marcaron una época, hay una historia de inmigrantes, fábricas y tomates en la Patagonia.
Hay nombres que sobreviven al paso del tiempo como si estuvieran grabados en la memoria gustativa de un país. Canale es uno de ellos. Un apellido nacido del Mediterráneo, amasado con harina porteña y madurado entre bizcochos, galletitas, conservas y tomates. Su historia —que comenzó con una panadería humilde en el siglo XIX y terminó con el ocaso de un imperio industrial a fines del XX— resume, en buena medida, el recorrido de la industria alimentaria argentina: inmigración, innovación, expansión, crisis y, finalmente, desintegración.
Pero más allá de los recordados bizcochitos o del pan dulce de Navidad, Canale dejó su huella profunda en un rincón del país que, todavía hoy, le debe parte de su desarrollo: el Valle Medio de Río Negro, corazón de la producción tomatera e industrialización de conservas en la Patagonia norte.
El genovés que horneó el futuro
La historia comienza en 1860, cuando José Canale, un joven genovés sin recursos, llega a Buenos Aires en busca de un futuro. Viajó en la bodega del barco, literalmente “debajo de cubierta”, como recordaban sus descendientes. En 1875, junto a su esposa Blanca Vaccaro —también genovesa— abre una panadería en Defensa y Cochabamba, en el barrio de San Telmo.
Lo que empezó como un pequeño horno artesanal se transformó, con el tiempo, en una panadería de lujo. Pero el destino no le dio mucho tiempo: José murió a los 40 años. Fue su viuda quien sostuvo el negocio, ayudada por sus cinco hijos. Entre ellos, Amadeo, el verdadero artífice del salto industrial.
A comienzos del siglo XX, Amadeo decidió dar un giro audaz: transformar la panadería en una fábrica de galletitas. De su ingenio nacería el clásico bizcochito Canale, que pronto se volvió un emblema de las meriendas argentinas. La empresa, ya bajo el nombre Viuda de Canale e Hijos, levantó en 1910 una moderna planta frente al Parque Lezama, en Martín García 320, una mole de ladrillos y hierro que sería ícono del sur porteño durante más de ochenta años.
La Argentina vivía su época dorada. Buenos Aires era una ciudad en expansión, y Canale acompañó ese crecimiento. A los bizcochitos le siguieron galletitas dulces, pan dulce genovés y, más adelante, mermeladas, fideos y conservas. En la década del ’20, la marca ya era sinónimo de calidad y prosperidad industrial.
El sabor del progreso
Canale fue pionera no sólo en su rubro, sino también en la integración vertical de su producción. En los años ’40 y ’50, cuando el país apostaba al autoabastecimiento, la empresa desarrolló su propia hojalatería en Llavallol, donde fabricaba las latas para sus conservas. Esa decisión le dio independencia y permitió el crecimiento de una red de plantas de procesamiento de alimentos en distintas regiones del país.
Fue entonces cuando Río Negro entró en escena. En los años ’60 y ’70, Canale se instaló en el Valle Medio rionegrino, una región de clima seco, suelo fértil y riego abundante gracias al río Negro. Allí, en localidades como Choele Choel y Luis Beltrán, se comenzaron a desarrollar plantaciones de tomate que alimentaban la pujante industria de conservas del país. Canale, junto con otras firmas como Molto y Noel, lideró el proceso de industrialización del tomate patagónico, instalando plantas que daban trabajo a cientos de familias y generaban un tejido económico vital.
Los camiones cargados de tomates frescos recorrían las chacras del valle durante el verano y desembocaban en las plantas industriales, donde el color rojo se transformaba en salsa, puré o conserva. Canale no sólo procesaba su producción local: también capacitaba productores, proveía semillas y aseguraba la compra de la cosecha. Para muchos chacareros, “venderle a Canale” era sinónimo de estabilidad.
Hacia la década de 1970, Canale era mucho más que una marca: era un verdadero holding alimenticio nacional. Tenía más de 3.500 empleados, una organización de ventas con 360 vendedores y centros industriales en Mendoza, Mar del Plata, Llavallol y Río Negro, además de su histórica planta de Barracas. Su catálogo incluía desde galletitas y pan dulce hasta fideos, mermeladas, harinas, pescados en conserva y tomates.
El país, sin embargo, estaba cambiando. La apertura comercial de los años ’70, las crisis económicas y la falta de adaptación a los nuevos canales de distribución —como los supermercados— comenzaron a erosionar las bases del gigante.
El incendio y el principio del fin
En 1985, un incendio devastador consumió buena parte de la planta de Barracas. Fue un golpe del que Canale nunca se recuperó del todo. La firma debió tercerizar su producción durante dos años, lo que afectó seriamente su estructura financiera. Ya venía golpeada por las políticas económicas de la dictadura —con tasas altas y apertura indiscriminada de importaciones— y por algunas inversiones fallidas.
En 1983 había entrado en concurso de acreedores. En 1986 logró salir, pero sus ventas no volvieron a los niveles anteriores. A mediados de los ’90, la familia Canale decidió vender. En 1994, el grupo Socma, de la familia Macri, adquirió el 71% de la compañía. Intentó reimpulsarla manteniendo la línea tradicional de productos, pero el mercado ya era otro. Tres años después, vendió la firma a la estadounidense Nabisco, que a su vez la transfirió a Kraft Foods, hoy Mondelez.
La vieja fábrica de bizcochitos cerró definitivamente en el año 2000. En 2012, el edificio fue restaurado y convertido en el Palacio Lezama, sede de ministerios porteños. En su fachada, aún se lee “Entrada de Obreros”, un eco de la época en que allí se horneaba el pan dulce más famoso del país.
El tomate del Valle y la desintegración del grupo
Mientras tanto, en el sur, la historia seguía su curso. En 1999, el negocio de conservas —que incluía las plantas de Mendoza, Mar del Plata y Valle Medio— fue separado del resto y pasó a manos de Alco (Alimentos Combinados). Bajo su control, se formó el Grupo Canale, que mantenía viva la marca en el rubro de las conservas y salsas.
Durante más de una década, la planta del Valle Medio continuó activa, procesando los tomates patagónicos que habían dado fama a la región. Fue una época de luces y sombras: años de buena cosecha y otros de crisis, pero el lazo entre los productores y la marca seguía firme. Las etiquetas rojas de Canale eran parte habitual de los estantes de cualquier almacén o supermercado del país.
Sin embargo, el grupo Alco–Canale acumuló deudas y problemas financieros. En 2019, la firma mendocina AVA (Alimentos Vegetales Argentinos) compró sus plantas por 378 millones de pesos, poniendo fin a una historia empresarial que había comenzado más de 140 años antes en una modesta panadería de San Telmo.
Herencia industrial y memoria colectiva
El cierre de Canale no fue sólo el final de una empresa, sino el ocaso de una forma de entender la industria nacional. Durante más de un siglo, el apellido Canale fue sinónimo de trabajo, calidad y presencia territorial. En lugares como el Valle Medio, la huella fue más profunda: las chacras, las fábricas y los galpones vacíos todavía conservan el eco de las campañas tomateras, cuando los pueblos enteros se organizaban alrededor de la cosecha.
“Cuando Canale andaba bien, todo el valle se movía”, recuerda un viejo productor de Luis Beltrán. “Venían los camiones, se prendían las calderas, y hasta el aire tenía olor a tomate cocido”. Hoy, la industria del tomate rionegrino busca reinventarse, con nuevas cooperativas y emprendimientos que retoman esa tradición. Pero el nombre Canale sigue siendo un punto de referencia, una marca que simboliza el puente entre la inmigración italiana y la construcción del país moderno.
Aunque la familia hace décadas que no tiene relación con la empresa, su apellido persiste en los productos que aún llevan su nombre: fideos, pan dulce, Cerealitas. La mayoría pertenece hoy a grandes multinacionales, pero en el imaginario colectivo, Canale sigue siendo “la marca de los bizcochitos”, aquella que nació del horno de un genovés que viajó escondido en la bodega de un barco y terminó alimentando a generaciones enteras de argentinos.
En el Valle Medio, bajo el sol patagónico, los tomates maduran en silencio. Y aunque la fábrica ya no esté, cada lata de conserva que sale de esas tierras guarda un poco de aquella historia: la del panadero que soñó en harina y terminó dejando un legado en rojo.
Fuente: Archivos de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, documentos históricos con aportes de la redacción +P.
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